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CRUCE DE CAMINOS

CRUCE DE CAMINOS

“Códigos y cadenas”, el post que figura unas líneas más abajo, es el último post de das Mystische. O puede decirse también que es el penúltimo y que éste mismo post que ahora leen, en realidad, es el último. “Códigos y cadenas” agota una manera de decir las cosas. Y he llegado a la conclusión de que, antes que acabar inútil y agotado, mejor un cambio de aires. He buscado un lugar en tierra de nadie, en un cruce de caminos, y allí he dispuesto otro hueco en el ciberespacio donde almacenar palabras. En principio, no me resulta sencillo imaginar si seré o no capaz de que cambien las cosas; al menos, la manera de expresarlas. Porque soy consciente de que los temas de reflexión serán, a menudo, los mismos que se han dado cita en das Mystische. Pero tengo la intención y el deseo de que, en algún sentido, de alguna manera que no soy capaz de precisar todavía, algo cambie. Sólo el tiempo dirá si esto es posible o no es posible. Pero creo que ha llegado el momento de intentarlo. Por otra parte, tampoco hay que darle mayor importancia a estas cosas. Hoy resulta más difícil encontrar a alguien que no escriba en un blog que a alguien que no utilice esta herramienta; cada día, un blog se abre y otro se cierra. Y lo que yo escribo, además (y ahora estoy más convencido que nunca), no resulta imprescindible para nadie. Bajo la atenta mirada de Stanley Cavell y de Ludwig Wittgenstein, mis filósofos guía, seguiré dándole vueltas a determinadas cuestiones filosóficas; pero también bajaré un escalón en el nivel de las cuestiones: no me creo capacitado para tratar ciertos problemas desde un punto de vista puramente “filosófico”; no estoy capacitado para ello. Me limitaré, por tanto, a dibujar pequeños mapas cartográficos donde se vislumbren juegos, ejemplos, esbozos y aproximaciones, pero con la comprensión y la convicción segura de cuáles son las posibilidades reales del juego. Así, pienso, disfrutaré mucho más jugando. Y creo que se trata también de esto, de seguir disfrutando. Para terminar, agradecer a todos los que alguna vez se han asomado por esta página. Y a los amigos, confidentes y cómplices, a todo el mundo, invitarles a visitar y acompañarme en el nuevo emplazamiento, en el nuevo almacén de palabras, en el cruce de caminos. Si no hace mucho citaba a Elías Canetti, a vueltas con la idea de la identidad personal, de la unidad de personas que me constituyen, acabo ahora con una cita de Paul Valèry que sirve, creo, para reforzar esta idea, y para mostrar a las claras que una parte de mí se marcha de viaje, y que otra vuelve, sin que pueda precisar cuál de las dos está equivocada. “El número de rostros incompatibles –escribió Valèry- que puede aplicársele a alguien pone de manifiesto la riqueza de su composición”. Una composición, en mi caso, les aseguro, verdaderamente incompatible: de una incompatibilidad manifiesta. Y en cuanto a la riqueza de composición, no nos engañemos: se trata tan sólo de un espejismo.

Así que, ¡un abrazo y hasta siempre!
Den un paso al frente y decidan.
Ahora se encuentran ante un CRUCE DE CAMINOS.
Y deberán elegir el suyo.

CÓDIGOS Y CADENAS

CÓDIGOS Y CADENAS

La misma oscuridad en la mirada, el mismo obligado cumplimiento. ¡Acierta el acertijo si juegas con la mente en blanco! Cada palabra es una acción, encadenada, que merece descripción o una respuesta. ¿Qué es el alma?, preguntan a Boris Cyrulnik, neurólogo, psiquiatra: somos materia y representaciones no materiales, responde, somos carne y alma. Cuando se ve el comportamiento de un ser viviente, hubiera contestado Wittgenstein, se ve su alma. E incluso: Si Dios mismo hubiera echado una mirada a nuestras almas, no hubiera podido ver en ellas de quién hablábamos. ¿Acaso cojea la ciencia, también, de la pata metafísica? No, no es eso, es sólo una forma de hablar, en un contexto; cierta expresión, más o menos acertada, de un concepto; quizás más plástica. Y, además, en esto consiste nuestro juego. De la mano de Cyrulnik me acerco al concepto elemental de resiliciencia: una analogía. En ingeniería, la resiliencia es una magnitud que cuantifica la cantidad de energía que absorbe un material al romperse bajo la acción de un impacto, por unidad de superficie de rotura. Y la cuantificación de esta magnitud se determina mediante ensayo por el método Izod o el llamado péndulo de Charpy, resultando un valor indicativo de la fragilidad o la resistencia a los choques del material ensayado. En psicología, el término resiliencia se refiere a la capacidad de los sujetos para sobreponerse a tragedias o períodos de dolor emocional. Según esto, cuando un sujeto o grupo humano es capaz de hacerlo, se dice que tiene resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o, incluso, resultar fortalecido por los mismos. Cuando un cuerpo misterioso debe recurrir con urgencia a los servicios del péndulo de Charpy es que se ha producido, en su materia, un importante accidente, y que alguien debe evaluar el cambio de posición resultante. Ahí recupero, entonces, el concepto de alma (que quizás no pueda ser tratada por la ciencia de la ingeniería y apenas rozada por la psicología). Y, ya de vuelta, contemplo con asombro los seres y las cosas que me observan, la dura persistencia del lecho del río, las obras y los hechos que me rechazan o aceptan. Es decir: ejemplos, juegos y reglas; trasfondo natural y adiestramiento. Aunque ¿cómo no saberse mosca encerrada en el templo o en el frasco sagrado? ¿Cómo olvidar las condiciones insólitas de nuestro propio ejemplo? Apología inútil e inconsciente del consumo de drogas; identidad narrativa y cegadora del flash-back obsesivo y violento.

A veces, escribimos aquello que, inquietante, apenas nos parece necesario; pero no hay engaño en ello. Lo que no tenemos dentro, el alma, bajo la piel externa, forma parte, inseparable, de las extrañas historias que se cuentan. ¿Acaso cojea la literatura, también, de la pata metafísica? Porque a los ángeles, y a los demonios, a los antiguos Dáimones, les otorgamos, en su día, la posibilidad de acompañarnos en todo, de significarlo todo, de apoderarse de todo: el poder, lo divino, lo deiforme; un dios, un espíritu, un genio; logoi spermatikoi, el que reparte… Y en la división dúplice, en el estado patológico de la experiencia, aún se perciben los fantasmas. “Yo estaba aparte y me veía a mí mismo comportarme como un perfecto idiota”, escribió Rudyard Kipling. Rudyard Kipling y la verosimilitud de la literatura.

¿Y cómo significa el ente, el ser, la metafísica, a la sombra del péndulo de Charpy, en la hora de los ángeles ausentes? Un código secreto, como un mapa, para el descubrimiento secreto de un mundo. Aunque así se acepte la contradicción más profunda; aunque el sentido se arrastre (Hölderlin ya se equivoca de fecha: no sabe si es verano o es invierno) por campos de ceniza y de miseria. Ya sabes: acepta la jugada del destino, acaricia la tierra con gusto, inunda tus pulmones de aire fresco. Es la letra, estoica, de Lucio Anneo Séneca, interpretada con diferente música, que también nos dice que es feliz el que está contento con las circunstancias presentes (¿la ética defensiva de Wittgenstein?), sean éstas las que quieran, y aquel que es amigo de lo que tiene, aquel para quien la razón es lo que da valor a todas las cosas de la vida. ¡La vida, el mundo, esta bendita vida! Una broma engañosa y perversa. El hombre y el lenguaje y estas reglas y el juego que se juega al descubierto. El código se muestra en las acciones, activo, y el nudo se deshace entre tinieblas. ¿Quién guardará la llama que ilumine a las generaciones futuras? ¿Quién guardará los hábitos? ¿Quién protegerá el secreto, atento, de aquellos que sospechan otra vida?

El límite describe una salida: define al revés que en un principio. Hay algo que debemos hacer nuestro, que es ahora nuestro, y que debe alterar nuestros sentidos. La misma oscuridad en la mirada, el mismo obligado cumplimiento. ¡Acierta el acertijo si juegas con la mente en blanco! El cuerpo se ha parado ante una puerta; la mente continúa trabajando.

(“Límites de mi mundo /imponen la vigilia /para aprender de nuevo el luminoso /lenguaje de este oficio: / reconstruir la vida más remota /disuelta en el momento /angustioso de abrirse la conciencia /desnuda ante sí misma, en el suplicio /de aprehender un espacio que es tiempo sin aristas /que obstruyan el fluir de los conjuros, /las fuerzas de la magia, acumuladas /por todos los adeptos, en el cosmos; /alada dimensión de los procesos, /transmutación divina, peligrosa, /desprovista de nombre, /llamada con epítetos para guardar al menos /la ilusión de tenerla.

Uno tras otro pruebo /rostros para la próxima contienda. /Ninguno me da paz. Todos me sumen /en el terror del ser siempre vivido, /sepultado en el Verbo, /en su flexión sonora, en la escritura. /Jeroglíficos que un día conquistaron /el reino de los hombres /y domaron su furia por el miedo /a perder la piedad con la Palabra, / fetiche en cada era, único dios posible /que vela por nosotros, /nos salva en su silencio cuando un ciclo concluye /y despierta al eón hermafrodita /abrazado al dragón, y absorbe eras /creadas por nosotros.

Y sufrimos /sin comprender por qué se han esfumado, /o intentamos su réplica, que nunca será exacta, /o los brazos del sueño los construyen, /singulares y ajenos, a nuestra sola imagen. /Ellos nos determinan al fraguarnos /a su exacta medida, con su herencia /prisionera en el código más íntimo, /las recónditas claves que nos trazan /en cuerpo y armonía: /en nuestros cromosomas portamos el lenguaje /de todos los oficios”.

Lourdes Rensoli Laliga. Códigos y cadenas. A Ludwig Wittgenstein, el poeta.)

I AM

I AM

(A propósito de Listening Post, de Ben Rubin y Marck Hansen. Exposición Máquinas y almas, arte digital y nuevos medios, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. 27 de junio de 2008-13 de octubre de 2008).

“Me pregunto qué hay realmente de nuevo en toda esta factoría de ‘efectos especiales’. ¿Pensáis que el arte digital aporta nuevas ideas al mundo del arte o simplemente enmascara viejos conceptos con espectaculares tintes electrónicos”
Cayetano Lupeña. Newsgroups: es.humanidades.arte. 15-08-2003.

“Si, en cambio, aceptásemos (en la línea sugerida por Pierre Aubenque) que la cuestión planteada por Aristóteles es más bien la cuestión de ‘cómo significa el ser’...”
José Luis Pardo. La Metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución.

“Si digo que la filosofía, influida por el último Wittgenstein, está motivada terapéuticamente, esto no significa, como ciertos filósofos han interpretado, que vayamos a curarnos de la filosofía, sino que la filosofía contemporánea ha de comprender su continuidad con el antiguo deseo de la filosofía de dirigir el alma, encerrada y distorsionada por la confusión y la oscuridad, hacia la libertad del día.
Stanley Cavell. Ciudades de palabras. Cartas pedagógicas sobre un registro de la vida moral.


EL EXPLORADOR Y EL FANTASMA EN LA MÁQUINA

En la jardín de los senderos que se bifurcan, a las puertas del museo, el explorador, algo confuso, ha tomado algunas notas, anticipadamente, para intentar encontrar un suelo firme, compacto, desde dónde poder comenzar a pensar algo, es decir, a intentar pensar algo de algo, con fundamento, desde la más absoluta perplejidad (que vendrá luego, dentro del museo, ante las obras expuestas) y la más ignorante inocencia. Las notas sirven para hacerse una idea de dónde comienzan los intentos, y deben ser entendidas como simples notas, apuntes personales, o meros esbozos, sin mayor compensación que la de servir de guía, sin mayor utilidad que ayudar a atravesar la puerta, aún entornada, de la casa del arte.

No hay primeras impresiones –apunta el explorador en su cuaderno-; tan sólo cierta predisposición para las primeras impresiones. Creer que dentro de un organismo hay algo, ¿una forma de hablar engañosa, impropia, inexacta? ¿Se disuelve el problema, únicamente, desde una perspectiva de cambio de soporte? Historias de magia y brujería: de un mundo bidimensional a un mundo tridimensional; y, posteriormente: del mundo de los transistores al mundo de los microprocesadores. Velocidad de procesado en un mundo infinito de espejos psicológicos; la tecnología digital como herramienta. El descubrimiento es el horizonte de lo desconocido. Abres la puerta imaginaria, el límite secreto, y empiezas a pensar en el misterio.

“I am. I am. I am 28. I am 34. I am from Portland. I am from Tokyo. I’m happy today. I am from the US and I am naked. I am bi”.

Si hasta llegar a Listening Post, la instalación de Ben Rubin, artista neoyorquino, y Mark Hansen, profesor de Estadística en la UCLA University y experto en redes de sensores medioambientales, hemos perdido algo (los viejos objetos metafísicos, el “espíritu objetivo”, la vieja “morada del lenguaje”), o se ha transformado algo (el habla, la escritura, en la época de los códigos digitales, las tipografías tecnológicas, y las transcripciones genéticas), es algo de lo que aún dudamos, porque el objeto que tenemos ante nosotros va a contarnos una historia, su propia historia. Y a partir de ésta, que es también nuestra historia, nosotros contaremos otra historia.

Hace falta partir de una premisa: “Como forma de verdad –escribió Heidegger-, la tecnología está fundada en la historia de la metafísica”. Pero, una vez asumido esto, debemos liberarnos de cadenas. Listening Post explora la creación de sistemas que visualicen los procesos y dinámicas subyacentes de la sociedad Red, revelando las arquitecturas de información que, a través de la omnipresencia del código informático en todos los niveles de la sociedad, mantienen literalmente al mundo en funcionamiento. Doscientas treinta y una pantallas de vacío, procedentes de una única fuente directa, permiten ver y escuchar la conversación universal de miles de salas de chat de internet en ese preciso momento. El panel de pantallas, conectado a un ordenador que recoge todos los mensajes publicados durante la media hora anterior en varios miles de chats de habla inglesa de internet, ordena posteriormente estos datos en bruto conforme a las reglas de uno de los siete programas que Hansen ha desarrollado, y, más tarde, muestra los resultados en las pantallas. Es el catálogo de la exposición y, en concreto, un artículo de Nancy Durrant para The Times, el que explica a la perfección todo el proceso. “Visitar Listening Post es una experiencia desconcertante –escribe Nancy Durrant-. La obra está alojada en una sala oscura, bañada por el frío resplandor verde que emana del texto que fluye por las pantallas de un lado a otro y de arriba abajo”. Y este texto repite, en ocasiones: “I am. I am. I am 28. I am 34. I am from Portland. I am from Tokyo. I’m happy today. I am from the US and I am naked. I am bi”, o la posibilidad infinita de una de sus múltiples variantes.

Así, el juego de la conversación te mantiene constantemente imantado. Los mensajes se unen unos a otros en razón de semejanzas o similitudes previamente programadas, ya sean palabras o grupos de palabras. Y el resultado final es la sinfonía visual de la conversación del mundo que se expresa universalmente a través de las pantallas. La “voz” digital, la versión sonora de la conversación en marcha, puede estar emitiendo una declaración de amor, un juicio sobre un criterio, o una sentencia de muerte. Porque todo el mundo, en la Red, en el universo entero, en ese preciso instante, está conversando. Y se está produciendo, por tanto (como a veces sucede en una obra de arte), una confesión, una ficción, o un develamiento. Por eso no es de extrañar que el “I am” sea el movimiento de unión entre mensajes que ejerce la mayor influencia. Hansen descubrió que “I am” (o “I’m”) era, con mucho –explica Nancy Durrant-, el comienzo más común de los posts. Extrajo todos los posts que comenzaban por “I am” de ese día, los ordenó por longitud y se los envió por correo electrónico –más de sesenta páginas- a Rubin. “El texto resultante –exclamó Rubin- era un poema increíble”.

Si una palabra es una acción, Listening Post nos muestra el universo en marcha. Si el significado de una palabra es su uso en el lenguaje, Listening Post nos fuerza a seguir investigando la razón de esta experiencia. El mundo dice “Yo soy”, “Tengo un problema”, “Soy tu amigo”, “Necesito verte”, “Soy feliz contigo”, “Soy desgraciado”, “Yo soy”, y así hasta el infinito, desde una nueva morada del ser que se ha transformado en un episodio más, quizás, en la historia incipiente del “hombre operable”. El explorador está convencido de que este tipo de obras serán apreciadas en su justa medida cuando sean observadas por el hombre del futuro. Cuando la arqueología antropológica tenga en sus labios el nombre de la criatura, es decir, el signo iluminado de ese gesto, entonces, los mensajes se unirán alrededor de la nueva pregunta. Y la conversación, el poema, el infinito “Yo soy”, que aún hoy se expresa, confiesa, y se pregunta, demandará respuestas.


EL EXPLORADOR Y LOS ELECTRODUENDES

Hay posibles preguntas y posibles respuestas. Montxo Algora, Comisario de la Exposición, cita a Wassily Kandinsky, en De lo espiritual en el arte, para justificar y contextualizar las obras expuestas: “Cualquier creación artística –escribió Kandinsky- es hija de su tiempo y madre de nuestros sentimientos. Igualmente, cada periodo cultural produce un arte que le es propio y que no puede repetirse”. Listening Post no es la única obra de arte de la Exposición Máquinas y almas, arte digital y nuevos medios. El explorador también se ha visto inmerso en “viejos conceptos enmascarados bajo espectaculares tintes electrónicos”. Pero esto, como escribió Kandinsky, es producto de este tiempo; aunque también pudiera ser que el explorador estuviera equivocado. La relación con los nuevos objetos del arte no resulta sencilla. Y la distancia existente entre la mezcla de los pigmentos (obtenidos a partir del aceite de linaza y nuez) que permitió la nueva técnica de veladuras en la pintura al óleo, sustituyendo a la vieja técnica de la témpera, y el camino recorrido hasta llegar a la diversidad de objetos (información) que supone el arte digital y los nuevos medios, resulta francamente inabarcable: es la constatación del abismo. Haría falta dejar de explorar (y de jugar) y convertirse en “técnico” para alcanzar una medida exacta de todas las posibilidades. No obstante, al acercarse a estos objetos, parece pertinente el cambio de perspectiva enunciado al principio de estas consideraciones. “Cómo significa el ser” (o el objeto) a diferencia de “Qué es el ser” (o la nada) puede ayudarnos en esta difícil tarea. De esta manera, quizás pudiéramos responder correctamente a la pregunta formulada, en su día, por Cayetano Lupeña. Aunque también corremos el peligro, mucho me temo, de vernos atacados por la vieja enfermedad metafísica. Hay posibles preguntas y posibles respuestas. Aunque algo parece evidente: que el hombre hace a la máquina y que la máquina, a su vez, hace al hombre. Ésta es una anotación que el explorador tenía también en su cuaderno al inicio de la aventura. Y no es una anotación cualquiera; no es una anotación insignificante. Como se debe acabar el juego (al menos, por el momento), el explorador añade un concepto apenas esbozado hasta ahora: “materia informada”. Y deja la puerta abierta con una larga cita de Peter Sloterdijk (extraída de su conferencia El hombre operable. Notas sobre el estado ético de la tecnología génica) que arroja luz y tinieblas (como siempre que se juega) sobre el estado de las cosas. “Una de las motivaciones –escribe Sloterdijk- más profundas detrás de la así llamada errancia de la humanidad histórica, puede ser descubierta en el hecho de que los agentes de la era metafísica evidentemente se aproximaron a los entes con una falsa descripción. Dividen a los entes en subjetivos y objetivos, y colocan el alma, el yo y lo humano en un lado, y la cosa, el mecanismo y lo inhumano, en el otro. La aplicación práctica de esta distinción se llama dominación. En el curso del iluminismo tecnológico –que toma forma de facto por intermedio de la ingeniería mecánica y la prostética- se verifica que esta clasificación es insostenible porque atribuye al sujeto y al alma, tal como señala Gotthard Günter, multitud de propiedades y capacidades que, de hecho, pertenecen al otro lado. Al mismo tiempo, niega a las cosas y materiales muchas propiedades que, como se advierte tras un examen atento, de hecho poseen. Corrigiendo de ambos lados estos errores tradicionales, surge una visión radicalmente nueva de los objetos culturales y naturales. Se comienza a entender que la ‘materia informada’, o el mecanismo superior, pueden funcionar parasubjetivamente, y cómo es esto posible. Estos desempeños pueden incluir la aparición de inteligencia planificadora, capacidad dialógica, espontaneidad y libertad”.

“I am. I am. I am 28. I am 34. I am from Portland. I am from Tokyo. I’m happy today. I am from the US and I am naked. I am bi”.

El descubrimiento –apuntó el explorador en su cuaderno- es el horizonte de lo desconocido.

Abres la puerta imaginaria, el límite secreto, y empiezas a pensar en el misterio.

LA CABAÑA

LA CABAÑA

Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. ¿Pero cómo se construye uno a sí mismo, cómo construye su cabaña, lejos del mundo, a una distancia infinita de las construcciones que le rodean? Mis mejores amigos odian, con razón, la ciudad en la que vivo. La ciudad en la que vivo da forma, a su vez, a mis mejores amigos. Cuando cierro los ojos, en el límite real de la locura, imagino, entre fantasmas, el mítico lugar de mi retiro. Al final de la escapada, pienso, aún puedo encontrarme a mí mismo. Esa es mi única conformidad moral con el mundo y con la vida; ese es mi sueño. Esta es la única posibilidad verdadera de continuar con vida.

Y no estoy exagerando. La arquitectura es la metáfora del seno materno que obliga a la única actividad posible, el pensamiento, en el interior apacible de un organismo, el hogar o la vivienda, que ahora carece de sentido. La poesía descansa en el lenguaje filosófico como un animal acosado, cansado, herido, que ha conseguido escapar al depredador que acechaba en la espesura del bosque, que todavía siente en el corazón los latidos entrecortados del miedo, que aún se reconoce entre las sombras, como otra sombra, y que aún parpadea, nervioso, inocente, como sólo lo hacen las víctimas.

“Sabes lo que has de hacer para vivir feliz –escribió Wittgenstein antes de habitar en su cabaña-, ¿por qué no lo haces? Porque eres irrazonable. Una vida mala es una vida irrazonable. Lo que importa es no enfadarse”. Cuando por fin Wittgenstein construye su cabaña lo hace a la mayor distancia posible de cualquier sitio. La cabaña, en Skjolden, Noruega, es un fiordo ético que se protege de lo extraño en la actividad incesante de un pensamiento en marcha. Como lugar del pensamiento, la casa –afirma la arquitecta japonesa Kazuyo Sejima-, es un refugio para la mente. Pero, también, aquello que decide Wittgenstein en el alejamiento y la soledad del refugio es la distancia perfecta que le permite pensar por encima de todas las cosas. “La genialidad y la soledad requerida –escribió Weininger- son un deber moral”. Lo demás, la acumulación de los gestos y los rostros que no deberán acompañarnos en nuestro viaje hasta el pensamiento. La salud mental resistirá a salvo (aunque algunos opinen lo contrario). Y los hombres lejos, muy lejos, en la maldición interior de otro organismo. No hay artificio posible en la cabaña que piensa. Sólo aversión decidida, insolente, independiente, obstinada, y una figura magnífica que se refleja impasible en la lucha potencial con el lenguaje. Al parecer, también Nietzsche llegó a plantearse construir una cabaña en Sils-María, en las laderas del Engandina, donde veraneaba. ¿De qué material incendiario hubiera levantado la construcción elemental de esa potencia? Gastón Bachelard entendió a la perfección las virtudes esenciales de esta metáfora: “La cabaña no puede recibir ninguna riqueza del mundo. Tiene una felicidad intensa de pobreza. La cabaña es una gloria de pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”.

Huyendo de la callada “desesperación de los mortales”, dispuesto a afrontar los “hechos esenciales de la vida”, Henry David Thoreau construyó, en Walden Pond, no lejos de Concord, Massachusetts, el santuario del trascendentalismo americano. La experiencia de Thoreau, su escritura, se desplegó en contacto y en unión permanente con los objetos cotidianos que le rodeaban y en enlace constante con la magia desbordante de la naturaleza en la forjó su espíritu. De un objeto ordinario a una poesía; de una joya, natural, hasta otra joya. Lejos quedaban también los hombres y lejos quedaba el origen. Los murciélagos amigos, como todas las noches, estaban activos. Y había que pensar en lo importante. Y lo importante, en la cabaña, era el lenguaje del hombre solitario, del hombre sumido en su pensamiento, del hombre que se sabe con él y a solas: “Dame la vida oscura, la cabaña del pobre y humilde, los trabajos mundanos, los campos estériles, el más pequeño residuo de todas las cosas debido a la percepción poética. Dame tan sólo los ojos para ver las cosas que tú posees”.

Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. Debo marchar y construir mi cabaña.

Adam Sharr, arquitecto y profesor titular en la Welsh School of Architecture de la Universidad de Cardiff, acaba de publicar La cabaña de Heidegger, un espacio para pensar. Desde el verano de 1922, se cuenta en el libro, el filósofo Martin Heidegger comenzó a habitar una pequeña cabaña en las montañas de la Selva Negra, al sur de Alemania. A lo largo de los años, Heidegger trabajó desde esa cabaña en muchos de sus más famosos escritos, desde sus primeras conferencias hasta sus últimos y enigmáticos textos. Como en los casos anteriores, sólo el pensar era posible desde el humilde refugio. Y sólo en él era posible aprehender el enigma del ser y del tiempo, observar con atención los objetos, acariciar los intersticios del espacio, abrazar la soledad y el destierro. La soledad, porque sólo en soledad puede uno desentrañar un alma. Y el destierro, porque la tierra, el mundo, en la cabaña, alrededor de la cabaña, ya no es la tierra. Escribió Heidegger en De la experiencia del pensar: “Cuando la veleta ante la ventana de la cabaña canta con la tempestad que se alza… Si el temple del pensar brota de la exigencia del ser, crece el lenguaje del destino. Apenas tenemos una cosa ante los ojos, y en el corazón la escucho vuelta hacia la palabra, se cumple felizmente el pensar”. “Cuando el viento, saltando brusco, gruñe entre la armazón de la cabaña, ya el día se pone esquivo… Tres peligros rondan al pensar. El peligro bueno, es decir, salvador, es la vecindad del poeta cantor. El peligro perverso, es decir, más agudo, es el propio pensar. El peligro malo, es decir, equívoco, es el filosofar”. Y aún más: “Cuando en las noches de invierno tempestades de nieve sacuden la cabaña, y una mañana el paisaje ha enmudecido en lo blanco… El decirse del pensar reposaría. Sólo en su esencia si se hiciera impotente para decir lo que debe quedar callado. Tal impotencia pondría al pensamiento ante la cosa. Nunca, en ninguna lengua, lo pronunciado es lo dicho. Que a cada vez y de repente haya un pensamiento, ¿qué asombro querría sondearlo?”.

Asombra todavía que, desde la cabaña, el hombre se haga preguntas. Cada emoción callada surge de la impresión sensible o de la visión hermética de un universo único. Cada razón luminosa es la prueba evidente de un corazón alerta. “En la cabaña /escrita en el libro /¿qué nombres anotó antes del mío? /En este libro /la línea de una esperanza, hoy, /en una palabra que adviene /de alguien que piensa /en el corazón”, escribió Paul Celan en su poema Todtnauberg. A Todtnauberg, la cabaña (Hütte) de Heidegger, se llega por un camino circular, laberíntico, que no conduce directamente a la cabaña. Hay que tomar un desvío solitario para acercarse al corazón de la palabra. Hay que dar un rodeo misterioso para resolver el enigma.

TIEMPO

TIEMPO

Reversible e irreversible. Apenas nos hemos movido unas cuantas líneas. La crónica comienza donde antes acabó otra crónica. La vida continúa donde antes parecía concluir la vida. La descripción aceptada no sirve para los fines para los que fue prevista. Me quedo quieto, muy quieto, contemplando el universo, pero no estoy seguro de permanecer inmóvil. Tampoco estoy seguro de que soy yo, yo mismo, el que ahora piensa. He expulsado a Descartes de esta fiesta; era un estorbo. Tengo visiones e invoco fantasmas a través del correo electrónico. Estoy convencido de que sólo el poeta tiene el poder sobrehumano de concebir un mundo. Guarda en sus bolsillos rayos azules, polvo del desierto, y colmillos de lobo. Y canta su canción desde las nubes, acechando el horizonte, desvelando el deseo y la creencia, mientras protege su guitarra de las decisiones del Congreso Mundial del Petróleo, mientras espera el momento que nos muestra la verdad inefable de la noche, la fuerza misteriosa del engaño, la magia criminal de la miseria.

El tiempo. Un periodista de El País, Manuel Rodríguez Rivero, confiesa que siempre ha sentido admiración por la gente que asegura que, si se le diera la oportunidad de nacer de nuevo, volvería a hacer las mismas cosas de la misma manera, aunque él mismo, comenta, no está muy de acuerdo con ello. Cuando forzamos los conceptos, cuando alejamos la palabra “tiempo” de su uso cotidiano, obligándola a habitar en parajes extraños, la maquinaria de los conceptos se pone de nuevo en marcha. Y, claro, hablando como estamos de “tiempo”, la maquinaria nos invita a rescatar, de la cueva extraña de la fantasía, esa maravillosa creación que, a lo largo del “tiempo”, decidimos describir o bautizar como la “maquina del tiempo”. A propósito de la película de Nacho Vigalondo, Los cronocrímenes (“la aventura de un tipo que, involuntariamente, realiza un viaje en el tiempo que le sitúa una hora antes de iniciarlo, y los problemas y paradojas que tiene que resolver para alterar lo que, sin querer, ha cambiado, y puede acarrear desastrosas consecuencias”), Manuel Rodríguez Rivero rescata una cita de Leslie Pole Hartley (de su novela El mensajero) que es una auténtica delicia: “El pasado –escribió L. P. Hartley- es un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente”.

Yo, hace tiempo que sólo tengo en mente (o en mi cuerpo) la extraña sensación, impotente, de estar esclavizado por el tiempo. Allí donde las cosas se hacen de manera diferente, en ese país extranjero, tengo mi hogar y mi espíritu, como en una imagen, y guardo los secretos que el poeta, más tarde, cuando decide cantar de espaldas, desvela acechando el horizonte. Aunque, si me dieran a elegir, tampoco creo que utilizaría los servicios terapéuticos de una “maquina del tiempo”. También pudiera ser que, como canta el poeta, todo fuera una estúpida mentira. También pudiera ser que ahora, de nuevo, yo estuviera mintiendo.

Jorge Luis Borges, en uno de sus diálogos con Osvaldo Ferrari, confesó que, en un par de ocasiones, en su vida, se había sentido fuera del tiempo. Quizás fuera una ilusión, comentaba Borges, pero al sentir aquello se había sentido eterno. Claro que no supo cuánto tiempo duro aquella experiencia porque estaba fuera del tiempo. Ni podía comunicar o describir aquella experiencia, aunque fue muy hermosa. La eternidad –concluía Borges- es una ambición del hombre: la idea de vivir fuera del tiempo. Aunque, como también afirmó en su día Wittgenstein, si consideramos a la eternidad no como una duración temporal infinita sino la ausencia de tiempo, entonces la vida eterna pertenece a aquellos que viven el presente. De donde podemos inferir que, en realidad, todos estamos ya muertos. El poeta acaricia los colmillos del lobo cada vez que se enfrenta a su propia muerte. Y, entre muerte y muerte, aún podremos acercarnos a disfrutar de la ópera prima de Nacho Vigalondo. En el fondo, nada es como parece, sobre todo en el pasado, donde las sombras viven de espaldas y el poeta canta de espaldas, donde las cosas se hacen de manera diferente.

CAOS CALMO

CAOS CALMO

A veces se trata, justamente, de hacer lo contrario de aquello que sería aconsejable. A veces se trata de asumir un riesgo, de ir al lugar equivocado, de ver un objeto prohibido, de escuchar las voces materiales que dirán aquello que no debería escucharse. Lo mejor que se puede decir de una crónica, en este medio, es que no está sujeta a reglas estrictas o a criterios declarados que deban ser respetados por encima de todas las cosas. En principio, se trata de hablar de una película, pero esto sería tan sólo como hablar de amor cuando en realidad de lo que estamos hablando (en privado, en los agujeros negros del sueño) es de algo mucho más parecido al sexo. Así, puedo inventar un léxico (como diría Rorty), o al menos intentarlo, para acercar mi experiencia a aquellos que se asoman a estas líneas. Herramientas de siempre con una nueva función en un determinado juego de lenguaje, con signos intercambiables, con un horizonte nuevo. En el fondo, para leer una buena crítica de cine, documentada, objetiva, ya están los críticos de cine. Pero, además, el asunto se enfrenta en principio a dos cuestiones que parecen insalvables: en determinadas ocasiones (por no decir en todas) no debería decirse (anticiparse) absolutamente nada de una hermosa obra de arte: sería como robar una parte importante del tesoro a las personas que deben descubrirlo por sí mismas. Y, además, si no debe decirse (anticiparse) absolutamente nada de una hermosa obra de arte, pero estamos empeñados en hacerlo, habrá que ser extremadamente generosos.

Al parecer, en algún lugar de la pantalla están sucediendo cosas. Como siempre que se trata de seres humanos algo, inesperadamente, de manera sorprendente, por causa del azar o del destino, se ve decisivamente alterado; es así como comienzan las historias. Donde antes había, inmóvil, una figura, esa figura, de pronto, desaparece, o cobra otro valor de verdad, o de sentido, o pasa a carecer de presencia, de significado y de perfume. Los personajes, entonces, tienen que tomar decisiones; se ven obligados a ello: forma parte del guión de la película, es decir, forma parte del guión de la propia vida. Aunque, en ocasiones, lo que ocurre ante nosotros es que se ven completamente imposibilitados para la toma de decisiones: dejan, incomprensiblemente, de tomarlas. O se dejan llevar por el curso de los acontecimientos o intentan asumir los hechos de acuerdo con las leyes naturales de la supervivencia. Pero, como en la vida misma, todo resulta misterioso. Se pueden buscar explicaciones, pero mejor conformarnos con obtener la mejor, o la más aproximada, al menos, de las descripciones. De hecho, como afirmaba Wittgenstein: el cuerpo humano es el mejor retrato del alma humana. El dolor llega o no llega, se presenta o se retrasa, pero podemos estar seguros: si nos miramos en el espejo (es decir: en la pantalla) y vemos lo que ahora estamos viendo, sabemos en verdad qué nos está pasando. También podemos sentarnos a esperar, indefinidamente, en un banco del parque a que el tiempo vaya pasando. A que el tiempo pase mientras hacemos listas interminables de las líneas aéreas en las que hemos viajado, mentalmente, del nombre de las calles o de las viviendas donde hemos habitado a lo largo de toda nuestra existencia, y mientras la gente pasa a nuestro lado, confundida, extrañada, y nos observa. Y nos cuenta su vida y nos abraza y vuelve a contarnos su vida, a abrazarnos, porque todo, en realidad, es un misterio. A que el tiempo pase porque estamos esperando lo único verdaderamente importante. ¿O es que puede haber algo verdaderamente más importante?

“El dolor –escribió Emily Dickinson- tiene algo de vacío; no puedo recordar cuándo empezó o si hubo un tiempo cuando no estaba”. El director de Caos calmo, una excelente experiencia, es el italiano Antonello Grimaldi. El filme está basado en la novela del mismo título del escritor Sandro Veronesi. El hombre que se sienta en un banco del parque es Nanni Moretti. En Caos calmo, además, aprendemos qué es un palíndromo. Y aprendemos, como en la vida misma, la diferencia que existe entre reversible e irreversible.

EN EL CAMINO

EN EL CAMINO

Cuando escribo estas líneas, las autopistas hierven como una sopa vieja a la espera de que alguien, un chamán con poderes mágicos, encuentre la manera de solucionar el conflicto. En Granada, un hombre ha muerto. Y, en Alicante, un camionero ha resultado herido de gravedad, con quemaduras de segundo grado, al arder la cabina de su vehículo en un incendio que, a primera vista, y tal y como están las cosas, tiene todo la pinta de ser intencionado. Cuando se llega a estos términos hace falta una mente despejada que pueda sugerir algo nuevo; interpretar y aconsejar soluciones; pero, mucho me temo, éste no es el caso de este maldito cuaderno. Como mucho, se me viene a la cabeza esa señal de Heidegger, incendiaria, que sobrevuela ahora carreteras como una mancha negra que todos han olvidado y que a nadie ya interesa: la técnica, en el devenir del pensamiento occidental, es la culminación de la metafísica. Aunque, vaya usted con este cuento a un camionero en huelga: si logra salir con vida, puede sentirse afortunado.

Acabo de escribir en mi diario: ante la crisis económica sólo caben dos imágenes: la de una partida de póquer y la de un tahúr haciendo trampas. Aunque diluvie en pleno mes de junio (como ahora está diluviando), no cambia para nada la historia. Los que creen que esta página tiene algo que ver con la filosofía están del todo equivocados: tiene que ver con la supervivencia. Como se lee en el margen derecho (y siguiendo a Wittgenstein): hace ya tiempo que el asunto entero ha cambiado. Y, siguiendo también a Wittgenstein (lo que no significa hacer filosofía), jugando con los juegos de lenguaje y con las formas de vida, uno comprende que tiene que ver mucho más (¡qué duda cabe!) con cierto estilo literario que no se prodiga demasiado: el testamento. Un género literario que, al menos, no se prodiga demasiado en los llamados círculos literarios; que se escribe en la autopista, en el camino, y que tiene que ver con Jack Kerouac, no con obreros en huelga.

“Dejé la carretera y veía doble, pero seguro que fue un viaje fenomenal”. En 1.975 Bob Dylan, en compañía de Joan Baez, Joni Mitchel y Allen Ginsberg, recorrió las carreteras secundarias del noroeste de Estados Unidos en una enloquecida gira que Sam Shepard inmortalizó en Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera. “Si se resuelve un misterio –escribió entonces Shepard-, el caso se archiva. En este caso, en el caso de Dylan, el misterio no se resuelve nunca, de modo que el caso sigue en marcha”.

Cuando escribo estas líneas, las autopistas hierven como una sopa vieja a la espera de que alguien encuentre la manera de solucionar el conflicto. Como es lógico, los hombres, preocupados por el destino de sus monedas de plata, por el contenido mercantil de su bolsa de vida, le dan la espalda al misterio. La poesía es un arma cargada con balas temerarias; el corazón, cuando nadie lo espera, es criminal con la poesía; y lo que dice el poeta, en este momento, irremediablemente, no le interesa a nadie.

(Entras en el cuarto/ Lápiz en mano/ Ves a un tío desnudo/ Y dices: “¿Quién es éste?”/ Por mucho que lo intentas/ No tienes ni idea/ De lo que dirás/ Cuando llegues a casa./

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Levantas la cabeza/ Y preguntas: “¿Está donde está?”/ Y alguien te señala y dice:/ “Es suyo”/ Y tú dices: “¿Qué es mío?”/ Y otro dice: “¿Dónde está qué?”/ Y tú dices: “¡Oh Dios mío!/ ¿Estoy aquí solo?”/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Das la entrada/ Y vas a ver al hombre fiera/ Que se te acerca/ Apenas te oye/ Y dice: “¿Qué se siente/ Siendo un engendro semejante?”/ Y tú dices: “Imposible”/ Mientras él te alarga un hueso/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Tienes muchos contactos/ Entre los leñadores/ Para conseguir datos/ Cuando se ataca tu imaginación/ Pero nadie tiene respeto/ Y ellos ya esperan que tú/ Entregues un cheque deducible/ De impuestos para obras de caridad/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Estuviste con los profesores/ Y a todos les gustó tu aspecto/ Con grandes abogados/ Debatiste sobre leprosos y malhechores/ Te has tragado todos/ Los libros de Scoot Fitzgerald/ Eres un tipo leído/ Como todo el mundo sabe/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

El tragasables se te acerca/ Y luego se arrodilla/ Se santigua/ Después taconea/ Y sin más preámbulos/ Te pregunta qué te parece/ Y dice: “Te devuelvo tu garganta/ Gracias por el préstamo”/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Ves a un enano tuerto/ Que grita la palabra “AHORA”/ Tú dices: “¿Por qué motivo?”/ Y él “¿Cómo?”/ Tú: “¿Qué significa esto?”/ Y él te chilla: “Eres una vaca/ Dame leche/ O vete a casa”/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Entras en el cuarto/ Como un camello ceñudo/ Te pones los ojos en el bolsillo/ Y la nariz en suelo/ Debería existir una ley/ Contra tu presencia/ Habría que obligarte/ A llevar auriculares/

Porque algo está pasando/ Pero no sabes qué/ ¿Verdad, señor Jones?/

Bob Dylan, Balada del hombre delgado.)

GOOD DRINKING SOONG

GOOD DRINKING SOONG

Quería escribir algo sobre esto, pero lo he olvidado. Y quizás lo he olvidado porque ya he escrito sobre ello en otras ocasiones, o he estado a punto de hacerlo, o he creído hacerlo y en realidad estaba escribiendo sobre otra cosa. La dificultad de este asunto, una vez más, radica en su carácter de objeto cercano; y hablar sobre un objeto cercano, en este preciso momento, me provoca serias dificultades. Además, no siempre está uno obligado a describir determinadas sensaciones. Todo está en la superficie, a la vista de todos, y uno no tiene más que ofrecer un rostro, un texto, un simulacro, y dejarse llevar por su estado de ánimo. Ustedes no ven la imagen física que toma estas decisiones: no pueden verla; pero, como sucede en el encuentro entre dos desconocidos: pueden hacerse una idea aproximada; la primera impresión es la correcta. Hoy escribo con la mano izquierda (la mano derecha atada a la espalda) y me gustaría escribir una frase brillante. Dylan Thomas, por ejemplo, poco antes de morir, dejó una de esas frases que uno apunta en su cuaderno de notas, con letras mayúsculas, y que no se olvida fácilmente: “He tomado dieciocho whiskies seguidos –dijo el bueno de Thomas-, creo que es un buen record”. ¿Seré yo capaz algún día de exclamar una frase tan limpia como ésta? Pero, en realidad, este asunto no trata de Dylan Thomas. Por cierto, ¿saben ustedes quién fue Derek Jarman?

La otra noche, en un bar de copas, entre copa y copa, intenté introducir en la conversación un tema en relación a la filosofía. Al instante, un tipo con cara de psicópata que tenía a mi lado giró su cuello con violencia y volvió hacia mí sus ojos, extrañado, como si estuviera observando a un marciano. “¡Filosofía! -exclamó con desagrado-; es la literatura más asquerosa que puede caer en tus manos”. “¡Y Nietzsche –concluyó abriendo exageradamente la boca-, ese es el peor de todos!”. El tipo bebía de una pócima rojiza, anegada en hielo, y alternaba excitados gestos y tics nerviosos. Luego me comentó no se qué de Freud, de un cortocircuito en la mente, de los presocráticos, de Aldous Huxley; pero nada que me resultara comprensible. Pensé entonces en decirle (fue lo primero que se me vino a la cabeza) que el filósofo no pertenece a la comunidad (¡afortunadamente!, me dije: de alguna manera, yo estaba a un paso de escaparme), pero la música del local ahogaba ya las voces. Decidí apagar el cigarrillo, apurar mi vaso, y abandonar el garito. Afuera, las últimas lluvias de la tarde habían dejado en la atmósfera un ambiente húmedo y frío. La oscuridad me devolvió la calma y sentí ganas de caminar por el barro. Fue entonces cuando recordé al marciano de Derek Jarman; Wittgenstein, de Derek Jarman, pensé entonces, es una verdadera obra de arte.

En una escena de la película de Jarman, el niño Wittgenstein (Clancy Chassay) conversa con un marciano verde. “Dime cómo estás buscando –exclama el marciano- y te diré qué estás buscando. Una pregunta, ¿cuántos dedos tienen los filósofos en los pies?”. “Diez”, contesta Wittgenstein. “¡Fascinante! –le responde el señor verde-. Igual que los humanos”. “Los filósofos son humanos –acierta a señalar Ludwig- y saben cuántos dedos tienen en los pies”. “¡Vaya! –concluye el marciano-. Entonces, ¿los marcianos no podemos ser filósofos?”.

Ya en casa, pensé en escribir algo sobre esto, pero caí en la cuenta de que lo había olvidado. Y quizás lo había olvidado porque ya había escrito sobre ello en otras ocasiones, o había estado a punto de hacerlo, o había creído hacerlo y en realidad había escrito sobre otra cosa. Al tipo del bar de copas, pensé, no pueden describírsele ciertas situaciones sencillamente porque éstas ya están a la vista de todos. Al principio del filme de Derek Jarman, el niño Wittgenstein, mirando fijamente a la cámara, exclama: “Si la gente no hiciera tonterías de vez en cuando, nunca se haría nada inteligente”.

Yo ahora limpio mis botas de barro y leo en la oscuridad poemas de Dylan Thomas.

Aunque, ahora que caigo, este asunto no trata precisamente de Dylan Thomas.

(“Había una vez un joven que soñaba con reducir el mundo a la lógica pura. Como era un joven muy inteligente, lo consiguió. Cuando hubo terminado, se quedó admirando su trabajo. Era precioso. Un mundo limpio de imperfecciones e indeterminaciones. Una infinita extensión de hielo brillante hasta el horizonte. Entonces el joven decidió explorar el mundo que había creado. Dio un paso adelante y se cayó de espaldas. Había olvidado la fricción. El hielo era liso, llano y sin manchas, pero no se podía andar sobre él. El joven listo se sentó y lloró lágrimas amargas. Pero con el tiempo se convirtió en un anciano sabio, y comprendió que la irregularidad y la ambigüedad no son imperfecciones, sino que son lo que hace que el mundo gire. Quería correr y bailar. Y todas las palabras y cosas desparramadas por el suelo eran ambiguas y estaban abolladas y deslustradas. El sabio anciano entendió que las cosas eran así. Pero algo en él seguía echando de menos el hielo, donde todo era radiante, absoluto, implacable. Aunque le acabó gustando la idea del terreno irregular, no podía vivir allí. Así que se vio abandonado en una isla entre la tierra y el hielo..., ajeno a ambos. Y ésta era la causa de sus penas”.

Wittgenstein, de Derek Jarman. Guión de Derek Jarman, Ken Butler y Terry Eagleton.)

YO CREO

YO CREO

Yo creo. Creo en Dios (a mi manera), pero también creo que puede ser tan difícil no usar una expresión como contener las lágrimas o un arrebato de cólera. Creo que el conocimiento es la creencia verdadera adecuadamente justificada y que “S sabe (o conoce) que p” debe ser analizado mediante las siguientes tres condiciones: (1) S cree que p; (2) S tiene una justificación adecuada en favor de la verdad de p; y (3) p es verdadera; pero tengo la sensación de que estas cuestiones lógicas no satisfacen nunca mis dudas existenciales. Nietzsche, por su parte, pensaba que la creencia consistía en tomar algo por verdadero sin una fundamentación justificada; pero yo también creo que un hombre puede bañarse dos veces en el mismo río y que siempre lo hace. Creo, por tanto, que tengo creencias, falsas y verdaderas, pero creencias. Aunque cabría preguntarse, ¿qué es una creencia? What is a Belief? Creo que el Black Sheep Boy, de Tim Hardin, es la canción más hermosa del mundo. Creo que esta tarde va a llover a cántaros. Y creo que la metáfora de F. Ramsey es una buena metáfora: la creencia sería como un mapa con el que alguien se guía; en tanto que mapa, las creencias dirían cómo son, o cómo pueden ser, las cosas; y en tanto que guías, las creencias determinarían causalmente las acciones u otros estados mentales de los individuos, por ejemplo, deseos u otras creencias. Pero también creo que el camino, a través del mapa, está repleto de trampas y que, a pesar de la ayuda cartográfica, uno acaba extraviándose inevitablemente. Creo, por tanto, que me equivoco a menudo y que, a pesar de las correcciones, continúo equivocándome. Y creo que, al final del camino, allí donde aparece la expresión, el deseo, lo simbólico (es decir, allí donde aparece lo humano), acabamos encerrados en la jaula misteriosa del lenguaje; en esto creo. Y también creo que me gustaría creer en algunas cosas, firmemente, y, sencillamente, no puedo. ¿Vivir en armonía con el mundo? ¿Contemplar el mundo con ojos felices? ¿Aceptar el mundo, como es, en este momento?

También creo que John Berger estuvo en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, y que visitó la tumba de Jorge Luis Borges. “Los pájaros cantaban obedientemente entre el ramaje”, escribió Berger ese día. Y, luego, acompañado por su hija Katya, se acercó hasta el símbolo que Borges eligió, quizás, para dejar constancia de una creencia. A Berger, aquellos hombres grabados en bajorrelieve le parecieron seres a bordo de lo que parecía ser una especie de embarcación medieval, pero le surgió la duda: “¿o quizás estaban en tierra firme y era su férrea disciplina de guerreros la que les hacía permanecer tan cerca e inmutablemente juntos? Parecían muy antiguos. En la parte de atrás había otros guerreros sujetando lanzas o remos, confiados, dispuestos a cruzar cualquier terreno o aguas que tuvieran que cruzar”. No sé si Berger, entonces, se preguntó si Jorge Luis Borges temía a la muerte. Enamorado de las antiguas sagas nórdicas, Borges, en colaboración con Maria Esther Vázquez, escribió el volumen Literaturas germánicas medievales. Allí se encuentra un artículo titulado “La balada de Maldon”, que habla de un poema épico del siglo X. El poema describe el enfrentamiento que tuvo lugar el diez u once de agosto del año 991, en el río Blackwater, en Essex, Inglaterra: “Entonces comenzó Byrhtnoth a arengar a los hombres/Cabalgando les aconsejó, enseñó a sus guerreros/Cómo debían pararse y defender sus lugares/Les ordenó que sostuvieran bien sus escudos/con sus puños firmes y que no temieran./ Entonces cuando sus huestes estuvieron bien ordenadas/Byrhtnoth descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar/Entre aquellos guerreros que él sabía más fieles”. A la segunda parte del quinto verso transcrito pertenece el epitafio del anverso de la lápida de Borges. En ella, con el número 735, se puede observar una pequeña cruz de Gales y la inscripción “1899/1986” en la piedra levantada a ras de suelo. El grabado de los guerreros a los que aludía Berger es una copia del grabado de otra lápida –posiblemente la lápida erigida en el siglo IX en el monasterio de Lindisfarne, en el norte de Inglaterra, que conmemora el ataque vikingo sufrido por el monasterio en el año 793. “Una lápida del norte de Inglaterra –escribió Borges- representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo”. En la tumba de Borges, escrito en inglés antiguo, leemos: “And Ne Forhtedan Na”, es decir: No hay que tener miedo.

No sé en qué lugar del mapa de F. Ramsey se encuentra la posibilidad de esta creencia. No sé si es ésta una creencia verdadera o una creencia falsa. Y tampoco sé con seguridad absoluta si lloverá esta tarde. Pero en una cosa sí creo: And Ne Forhtedan Na: No hay que tener miedo.

POÉTICA

POÉTICA

Hay algo aquí que no encaja. La comunicación de este acto no celebra nada. La celebración de este acto no comunica nada. A nadie, en su sano juicio, se le ocurriría un trabajo de estas características, en estas circunstancias. Lo que sigue a continuación procede de niveles de experiencia que, por simple sospecha terapéutica, deberían de ser negados. Vistos desde el ámbito del tiempo y el lenguaje de la crítica (una crítica subjetiva, personal, intransferible: una autocrítica: nada que ver con la literatura, con la poesía), no se corresponden con una destrucción justificada, con un signo previo, ni con una perspectiva del destino que afirme una entidad o una presencia. La mínima poemática y poética se muestra inexorable y fragmentaría, anónima, porque el rostro de todos los actos, el culpable verdadero del fracaso, responsable del texto y de la historia, debe quedar al margen. O, para ser más exactos: sería aconsejable que quedará marcado y recluido para siempre, oculto en las entrañas de lo oscuro, aislado entre los restos del naufragio. Aunque esta tarea descriptiva, anotadora, en su extraña materia de registro, suplica reflejarse en un espejo. Y este espejo, de nuevo, a un lado de los márgenes prohibidos, me pide que lo salve del silencio. No habría más que seguir el curso de las transiciones, dice, de las transformaciones. Porque, como escribió Canetti, “Todo sigue ahí. Lo que te hostiga y lo que te complace –lo que te pasa por la cabeza sigue siendo lo mismo. No se puede hablar de la unidad de la persona, pero sí de una unidad de las personas. Y algo es diferente, sin embargo: el orden en el que se presentan las personas que te constituyen”.

Lo que sigue pertenece a determinado gesto, a determinado tránsito, y a cierto estilo.

A algo que se pierde en el camino, que se va perdiendo, y que ya se ha perdido.

(En Joe Strummer: The Future is Unwritten, el documental de Julien Temple, encontramos un ejemplo, entre otros muchos posibles, de lo que he intentado expresar más arriba. Temple nos cuenta la historia de un hombre que, como muchos otros hombres, vivió atormentado por las contradicciones. Strummer era en realidad John Mellor, hijo de diplomático y educado en un colegio privado. “Strummer” significa “rasgueador” y fue el seudónimo que Joe adoptó como ejercicio de renuncia, de desclasamiento, como ejemplo ilustrativo de su nueva condición de proletario. A lo largo del documental podemos observar las luchas interiores de Joe por encontrar su lugar en el mundo, es decir, por encontrarse a sí mismo. Diego A. Manrique lo ha expresado a la perfección en la reseña que hizo de la película: Joe Strummer: “el ‘hippy’ que quiso ser punk”. A Joe le fascinaba la imagen del trovador comprometido, a lo Woody Guthrie, y de esta imagen saltó al pub rock (The 101ers) y al punk de su época (The Clash) a la velocidad que marcaba el momento: todas las cosas, entonces, sucedían muy deprisa. Pero, en ocasiones, la demagogia propia del punk no iba con Joe; él interpretaba el personaje, pero esto no le dejaba dormir tranquilo. ¿Cuántas personas habitaron en Joe a lo largo de su vida? ¿Cómo podía conjugar sus modales impecables con esa furia instintiva, salvaje, hacia cualquier clase de jerarquía social? ¿Qué diablos buscaba en Granada, en La Alpujarra, fumando marihuana, siguiendo la pista de Federico García Lorca? Toda la aventura de Joe, todo el “texto” de su historia, viajaba con él en bolsas de plástico que contenían sus apuntes, sus objetos privados, sus dibujos, sus notas escritas en Post-It. A través de las imágenes, en el documental de Temple, podemos observar, en ocasiones, el gesto de un hombre torturado; pero también el rostro de alguien que contagiaba optimismo y rabia. “El pensamiento –le confesó en una ocasión a Temple- es la razón para levantarse por la mañana”. Todo el documental de Temple gira alrededor de las hogueras, de esas llamas solidarias que tanto gustaban a Joe. La primera “campfire” se celebró en el Festival de Glastonbury; allí se mencionó por vez primera la palabra “Strummerville”. Y, desde ese momento, Joe se dedicó a viajar con sus hogueras por todo el mundo: rock, folk, reggae, cumbia, bhangra, y la compañía y la conversación de los buenos amigos. En Últimos escritos sobre filosofía de la psicología Wittgenstein mostraba la diferencia que existe entre exclamar ¡Beethoven!, al escuchar su música, y enunciar “Beethoven nació en el año 1.770”: esta palabra, Beethoven, no tiene el mismo significado en la exclamación que en una proposición enunciativa; y añadía: “a quien no entendiera el tono de la exclamación se le podría aclarar así: de este modo sólo compone Beethoven”. Yo, salvando las distancias, exclamo ahora ¡Strummer! Sus canciones me han acompañado siempre y, ahora, por una cuestión personal, muy íntima, lo hacen a todas horas. Hay una escena, al final del documental de Temple, en la que vemos a un hombre que se mueve nervioso, agitado, golpeando en su cabeza, luchando con sus ideas, intentando escapar de la jaula; Joe vuelve a una sala de grabaciones después de meses alejado de la música; y, al final, el hombre encuentra aquello que demanda: el rostro de Joe muestra, más relajado, que algo encaja. Julien Temple nos cuenta que Joe encontró la paz interior que buscaba con su última banda, Mescaleros: Johnny Applessed, Minstrel Boy: esa música sencilla que busca su reflejo en el espejo de un contexto; ese giro melancólico que parece perderse en el umbral del tiempo. El pensamiento –dijo Strummer- es la razón para levantarse por la mañana. Y quizás sea cierto.)

FOTOGRAFÍA

FOTOGRAFÍA

En la fotografía, ahora, aparece la representación del tiempo detenido. Los signos inmóviles de la escena son siempre los mismos, señalan hacia una dirección propia, idéntica, y el observador se ve obligado a reconocer en ellos a pequeños fantasmas pasivos, inanimados, en una quietud silenciosa que sólo cuenta, aparentemente, una única historia. En un primer plano, un hombre desvencijado recorta su silueta contra el mobiliario urbano sugiriendo la postura desaliñada de un espantapájaros. Quizás este hombre es el protagonista de esta historia, pero todavía albergamos ciertas dudas. Su gesto, ese brazo derecho levantado hacia el cielo que termina en una mano abierta, parece indicarnos que algo verdaderamente importante está sucediendo en ese momento. Hay una estela blanca que difumina la uniformidad de los bloques de viviendas y, por encima de éstas, un pequeño objeto demorado, estático, un minúsculo punto negro, sobre otras manchas negras, también inmóviles, que se vislumbran, no sin dificultades, al final de la avenida. A primera vista, da la sensación de que estos habitantes de la imagen dan la espalda al héroe de expresión arrojadiza, como si la cosa no fuera con ellos; aunque también pudiera ser que aún no han notado su presencia, de que están ensimismados, ocupados en sus cosas, ignorando involuntariamente lo que se les viene encima. No obstante, a la derecha, apenas unos metros más allá de la señal de tráfico, una de las sombras parece señalar, inquieta, en dirección al punto negro. A su lado, sin embargo, los camaradas de esta sombra no se dan por aludidos; continúan de espaldas; y un hombre incluso cruza la calle despreocupadamente, parece, de izquierda a derecha, las manos en los bolsillos, iniciando un camino que le llevará, imaginamos, hasta el otro lado de la calle. Desde un principio, quizás porque no estamos a salvo de ciertas reglas privadas que hemos utilizado para interpretar la imagen (el texto justificadamente ausente, el inexorable “ver como”) hemos supuesto que la figura principal, en primer plano, justo al lado del semáforo que debería estar regulando el tráfico, es el héroe solitario de esta historia. Pero, ¿quiénes son aquellos que, justo al fondo, dibujados al final de la avenida, se reparten en grupos compartiendo el espacio en distintas actitudes? Un hombre sin contradicciones, pienso, no es un hombre; y, de la misma manera: una representación sin contradicciones no es una imagen. Podemos suponer que este hombre, el maniquí desaliñado, el desvencijado espantapájaros, es un joven revolucionario que ha leído a Raoul Vaneigem y que no quiere saber nada de un mundo en el que la garantía de que no morirá de hambre se paga con el riesgo de morir de aburrimiento; esto explicaría en parte su gesto y, en parte, la cualidad conflictiva del objeto que ha regalado a los cielos. Pero también podemos pensar que este hombre, la figura central de la imagen, es el hijo malcriado de una familia burguesa en busca de experiencias excitantes, de aventuras misteriosas, mientras la ciudad, a su paso, va impregnándose con señas y manchas incomprensibles, con marcas poéticas, y los adoquines adquieren, poco a poco, la coloración atmosférica del negro. A lo lejos, estarían los guardianes del orden, asalariados y compactos, que no han leído a Vaneigem, pero que, en el fondo, van a ser compañeros insospechados del héroe: el futuro, un futuro despiadado, inteligente, al final de la batalla, acabará engulléndolos a todos. Ahora, en la imagen detenida, a ambos lados de la fotografía, ya se atisban algunas pistas de lo que será mañana el decorado. A la derecha, la parte trasera de un automóvil; a la izquierda, los faros delanteros de otro. Y, también a la izquierda, el escaparate amenazante de unos grandes almacenes, el oscuro objeto del deseo, la clave que permite desentrañar el asunto y adivinar las razones poderosas de la crisis. Poco después de esta imagen, el Estado del Bienestar vigente comenzará a debilitarse entre nudos, espirales, y grietas diversas, en un descenso a los infiernos que llegará hasta nuestros días. El signo detenido, mientras tanto, el punto minúsculo en el cielo, permanecerá en su lugar hasta el presente, interrogante, como el símbolo de un sueño anticipado en un inesperado desenlace.

(“En Cannes, ese año –escribe Antonio Muñoz Molina-, François Truffaut consumó la ruptura con Godard, y tuvo la audacia de decirle en una carta algo que inmediatamente lo convirtió en un proscrito: que en las batallas campales entre policías y estudiantes se sentía más cerca de los primeros, hijos de campesinos, que de los sublevados, hijos de burgueses. Palabras semejantes escribió por entonces Pier Paolo Pasolini”. He acudido a la biblioteca, he revuelto en los estantes, pero no he encontrado datos que confirmen o desmientan estas afirmaciones.)

LA EDAD DE LA IGNORANCIA

LA EDAD DE LA IGNORANCIA

A veces, cuando me siento más ridículo, cuando analizo los motivos de la acción o el estado en que me encuentro, me gusta hacerme preguntas como ésta: ¿cuántos ciudadanos somos en el mundo que no tenemos la cabeza en nuestro sitio? ¿Alguien conoce el número exacto? ¿Alguien podría decirlo? Y nadie me responde porque la sala ya se encuentra a oscuras; y nadie me responde porque, mucho me temo, todos los que allí habitamos, ante las imágenes de la pantalla, nos encontramos ahora en la edad de la ignorancia. En la pantalla, Jean Marc-Leblanc y sus dos compañeros de trabajo fuman a escondidas: tienen prohibido hacerlo en un radio de un kilómetro alrededor de su puesto de trabajo. Estoy hablando ya de esta película, pero al recordar esta secuencia viajo hasta otra muy reciente: hay un momento en Joe Strummer: vida y muerte de un cantante, el documental de Julien Temple, en que Strummer, el cerebro de The Clash, casi al final de su vida, comenta que las obras de arte creadas por fumadores deberían de estar vedadas a los no fumadores. Aunque la vida de Jean Marc-Leblanc, ahora, en la pantalla, no es precisamente una obra de arte. Lo mejor que puede decirse de Jean-Marc Leblanc (Marc Labrèche), el protagonista de La edad de la ignorancia, el último film de Denys Arcand (El declive del imperio americano, Las invasiones bárbaras), es que no tiene la cabeza en su sitio. No, no es que esté loco del todo; aún no se trata de esto. Jean-Marc Leblanc es un hombre humillado por la vida, un don nadie, un hombre ridículo; un tipo que “disfruta” amargamente de todas las “ventajas” de la sociedad del bienestar y del consumo y que, mientras se va agotando, poco a poco, silencioso (ignorado por una mujer esclava del éxito profesional, por sus dos hijas, permanentemente conectadas a unos cascos), en ese indiscutible “paraíso”, no encuentra mejor consuelo que evaporarse en el sueño. Porque Jean-Marc Leblanc sueña, mientras duerme, con dulces y bellos sueños: sueña con ser una estrella de la literatura, de la política o del cine; pero, sobre todo, sueña con conquistar a mujeres de belleza extraordinaria, de otra galaxia; a mujeres como la actriz Diane Kruger. Mientras duerme, Leblanc sueña; pero Leblanc, además, sueña despierto. En su vida cotidiana, Jean-Marc es un hombre inexistente. Su trabajo es absurdo, dolorosamente absurdo. La Administración, en Québec, es un organismo vivo organizado como en las peores pesadillas de los magos surrealistas. La risoterapia se utiliza, en lamentos de apatía, como una terapia idiota para incentivar a los funcionarios. La filosofía oriental, para volverlos más extraños. Y la inmensidad del espacio que Leblanc debe abarcar hasta alcanzar su pequeño despacho (la inmensidad del tiempo en los trayectos, la inmensidad de la estructura arquitectónica) no es más una metáfora de la imposibilidad inútil de todos los espacios. La jefa de Leblanc es de una exactitud tiránica. “Trabaja como un negro”, comenta Leblanc sobre un compañero de trabajo, justificándose al ser amonestado; pero la palabra “negro” ha desaparecido por ley (políticamente incorrecto) de la cotidianeidad del diccionario; en su lugar debe usarse ¿enano? Y los ciudadanos acuden a Leblanc con casos de una sordidez patética: un catedrático divorciado, arruinado, en la calle, en busca de alojamiento; un paseante atropellado, que ha perdido las dos piernas al chocar contra una farola, y que debe pagar la farola al Ayuntamiento; una inmigrante desesperada, con su marido árabe detenido, sin causa justificada; otro profesor amenazado. Y Jean Marc-Leblanc, ante todo este espectáculo, no consigue mantener la cabeza en su sitio. Jean Marc-Leblanc sueña despierto.

Cuenta Sigmund Freud cómo, algunos años después de haber concluido La interpretación de los sueños, cayó en sus manos un ejemplar de Fantasías de un realista, el libro de Josef Popper-Lynkeus. Una de las narraciones que contenía este libro se llamaba “Soñar despierto” y esta narración llamó profundamente la atención de Freud. En efecto –escribió Freud-, describíase allí a un hombre que podía alabarse de no haber soñado nunca nada insensato. Sus sueños podían ser fantásticos, como los cuentos de hadas; pero no se hallaban en contradicción tal con el mundo de la vigilia, que se pudiera decir categóricamente que “fuesen imposibles o absurdos en sí mismos”. Trasladándolo a mi terminología, eso significaba que en este hombre no tenía lugar ninguna deformación onírica, y la razón aducida para explicar tal ausencia revelaba al mismo tiempo los motivos de su aparición. Popper confiere a su personaje una comprensión total de las razones de su peculiaridad, haciéndole decir: ‘En mis pensamientos, como en mis sentimientos, reinan el orden y la armonía; además, aquellos nunca luchan entre sí... Yo soy uno, indiviso; los otros están divididos, y sus dos partes -soñar y estar despierto- se hallan en guerra casi permanente’. Y luego; con respecto a la interpretación de los sueños: ‘No es, por cierto, cosa fácil; pero el propio soñante, con un poco de atención, casi siempre debería poder hacerlo. ¿Por qué, en general, no se tiene éxito en la interpretación? Pues porque en vosotros los sueños parecen contener siempre algo escondido, algo pecaminoso en una forma muy peculiar, cierta cualidad secreta de vuestra naturaleza que sería difícil expresar. He aquí por qué vuestros sueños parecen tan a menudo carentes de significado o aun absurdos. Pero, en el más profundo sentido, no es en modo alguno así; más aún: no es posible que sea así, pues el hombre es siempre el mismo, ya esté despierto o soñando’.

El hombre, ya esté despierto o soñando (o soñando despierto) es siempre el mismo. Cuando, al final de la película, Jean Marc-Leblancs
intenta rehacer su vida, intenta vencer sus miedos, e ingresa en el mundo de la Edad Media, en el símbolo o sueño de Denys Arcand en La edad de la ignorancia (“un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, las gestas de Lepanto y algunos afortunados libelos de los últimos años que podrían resumirse con el grito de ¡Socorro, los turcos!” –¡A Jerusalén!, en la película-, que añadiría Umberto Eco) para enfrentarse con el Príncipe Negro y luchar en el campo del honor por la mano de la Princesa, ya será muy tarde. El destino de Leblanc ya está escrito de antemano y, si abandona del todo sus sueños, si deja de soñar despierto, sólo le queda asumir su condición de hombre humillado. Al fondo, el mar se descompone acariciando rocas; la vida, o lo que queda de ella, encalla en el silencio; la soledad, después, se encargará del resto.

EXPLORACIONES

EXPLORACIONES

Hace tiempo que ya no me hago la pregunta; no porque no haya encontrado la respuesta (he encontrado la respuesta; determinadas “respuestas”), sino más bien porque ya no la considero necesaria; ya no la necesito. Ahora observo o paseo alrededor de las obras de arte, de ciertos objetos, con una mezcla de curiosidad y distanciamiento; y disfruto o no disfruto de ellas indistintamente, inexplicablemente. Ahora me dedico a enredar con los objetos, a jugar entre ellos, e intento que encajen de alguna manera en mi propia historia, en mi propia experiencia; y así voy coleccionando experiencias de existencia, experiencias de historia; y así voy acumulando “experiencias de arte”. Un juego indeterminado e impreciso de entre varios juegos posibles. Un juego, les aseguro, entretenido e interesante.

Ahora, sobre todo, en este preciso momento, lo que más me interesa es que me cuenten buenas historias; así consigo llenar los huecos vacíos, las zonas incompletas. Y busco las buenas historias en textos que hablan de historias (no de teorías); porque necesito comprender la historia de esos textos; porque necesito textos que me cuenten historias. Ya se lo advertía Ludwig Wittgenstein a sus alumnos: “A un juego de lenguaje pertenece una cultura entera”. ¿Y cuántas historias completas caben en el espacio indefinido de una cultura completa?

Ante una obra de Andy Warhol, por ejemplo, me quedo completamente mudo; no me he aprendido bien la “historia Warhol” y lo que veo, además, no me satisface, no encaja. Si recurro a una historia que cuenta Andy Warhol tampoco encuentro grandes diferencias. “Si quieren saber todo sobre Andy Warhol –escribió él mismo-, sólo miren la superficie de mis pinturas, de mis películas, y de mí. Ahí estoy. No hay nada más”. Pero si leo, por ejemplo, la historia titulada “Biografía del artista fantástico” la cosa cambia. A partir de esta historia las obras, determinados objetos, comienzan a agradarme; la obra de arte “encaja”. Curiosamente, el texto de Cayetano Lupeña es la historia de la renuncia al apelativo de “artista”, del abandono del “arte”; pero, a partir de esta historia uno comienza a disfrutar con la “obra” de Cayetano Lupeña. Uno puede hacer, incluso, una lectura alternativa de esta historia o una nueva interpretación del texto; uno puede intentar encontrar el “significado” oculto, observando activamente, como un lector que indaga; uno puede acabar fabricando su propia interpretación de esta historia. La personalidad, apariencia o máscara, de un autor, ¿a quién pertenece? ¿Cuál es el sentido último del texto? ¿Quién habla realmente en la “Biografía del artista fantástico”? Adolfo García Ortega recordaba recientemente lo “anónimo” como elemento de la literatura (para mí, al menos, desde cierta perspectiva, la “Biografía del artista fantástico” es un texto “literario”) citando para ello a Roland Barthes: “Y la literatura –escribía García Ortega-, para casi todos los escritores, es el hecho y el lugar de ese tránsito a la acción, a la actividad. Pero ¿quién transita? Lo anónimo, es decir, nadie. O quizá Dios, el no-Existente por excelencia, que es un imitador del escritor, que a su vez es un imitador de Dios. Roland Barthes lo expresa en S/Z cuando escribe acerca de la base de la literatura como una no-respuesta a la pregunta de ‘¿quién habla?’. Dice Barthes: Flaubert opera un malestar saludable en la escritura: no se sabe nunca si es responsable de lo que escribe (si hay un sujeto detrás de su lenguaje); pues el ser de la escritura (el sentido del trabajo que la constituye) es impedir que se responda a esta pregunta: ¿quién habla?”. Y Cayetano Lupeña concluye: “Ustedes conocen ese pasatiempo que consiste en dibujar líneas entre una serie de puntos numerados correlativamente. ¿No han observado que faltan cifras?”.

Hace unos días, visitando la exposición Otto Dix. Retrato de Hugo Erfurt, en el Museo Thyssen-Bornemisza, le daba vueltas y más vueltas a toda esta historia. Al parecer, Otto Dix aspiraba a pintar igual que los maestros del Renacimiento primitivo; no se consideraba un alumno aventajado de Rembrandt, sino de Cranach, Durero y Grünewald. ¡Y todo ello, además, en plena eclosión del movimiento expresionista! El diálogo que mantiene con su amigo y fotógrafo Hugo Erfurt (de la fotografía a la pintura, de la pintura a la fotografía) me resultó verdaderamente interesante; también las magníficas imágenes (blanco y negro y mudo) del cineasta Hans Cürlis. Me encontré ante un extenso trabajo divulgativo sobre las diferentes etapas en la elaboración del cuadro: bocetos, anotaciones, materiales, tiempos... Pero lo más sorprendente de todo, lo que hizo que todo “encajara” de nuevo, fue la historia escrita por el propio Otto Dix, su propia autobiografía manuscrita hacia 1924, en un panel informativo de la sala de exposiciones. Y esta es la historia (la personalidad, la apariencia o la máscara) del pintor Otto Dix:

“Nací el 2 de diciembre de 1891 a la una y media de la madrugada (para ser exacto) en Untermhaus, cerca de Gera (...) en Turingia. Mi padre es fundidor y moldeador. Mi madre es absolutamente genial y desborda fantasía, y así lo demuestra el hecho de que recientemente preparó un bizcocho con albayalde en lugar de harina, lo que provocó a mis padres un cólico durante algunos días. Acudí a la escuela de Untermhaus, tuve paperas, jugué a los indios, escenifiqué pequeños incendios forestales, pero esto seguramente no tendrá mayor interés. Desde los catorce a los dieciocho años aprendí a ser ‘pintor decorador’, es decir, aprendí a limpiar gallineros, a rascar techos y paredes, a moler colores, pintar suelos, vallas y zócalos y a limpiar botas como es debido. Los domingos salía a pintar paisajes. Pero como me pasaba la semana esperando al domingo, el pobre maestro solía darme tirones de oreja, que aún hoy tengo muy separadas de la cabeza y hacen mal efecto. ‘No llegarás a nada, tú nunca serás pintor, siempre serás un pintamonas, cómprate un teckel y una chaqueta de terciopelo y hazte artista’, me decía siempre. El príncipe de Reuss me concedió una beca y me marché a la Escuela de Bellas Artes y Oficios de Dresde. Allí aprendí a pintar flores, a dibujar plantas, anatomía y desnudo. Pasaba mucha hambre, porque los principescos 50 marcos de Reuss no daban para mucho. En Agosto de 1914 fui llamado a filas. En 1919 retorné a Dresde, donde seguí pintando con cáñamo seco, azúcar y agua. En la Academia de Bellas Artes de Dresde, provoqué en la clase de pintura de Feldbauer una auténtica epidemia cubista. Más tarde en el taller de maestría de Gussmann, ya para espanto ya para satisfacción de mi maestro, creaba cuadros de tela, chapa, madera, con elementos móviles, articulados y plegables... Tan sólo añadiré que no soy político, ni tendencioso, ni pacifista, ni moralista, ni lo que sea. Tampoco soy simbolista, ni un pintor afrancesado. No estoy a favor ni en contra de nada”.

Ustedes conocen ese pasatiempo que consiste en dibujar líneas entre una serie de puntos numerados correlativamente. ¿No han observado que faltan cifras? ¿No han caído en la cuenta que aún nos queda por responder “quién habla”?

MIL AÑOS DE ORACIÓN

MIL AÑOS DE ORACIÓN

Cuenta Wayne Wang, director de Mil años de oración que, a lo largo de su vida, sus padres jamás se abrazaron delante de él, ni le abrazaron siendo niño. La única vez en que Wang abrazó a su padre, cuando éste aún estaba recuperándose de una enfermedad, ocurrió de un modo un poco accidental; el padre de Wang no se lo esperaba, y se echó a llorar. Cuando murió su padre, y su cuerpo permanecía aún extendido en la cama, su madre se acercó hasta él y, en lugar de abrazarlo, le agarró el dedo gordo del pié. Éste fue el gesto con el que ella mostraba la estrecha conexión que mantenía con su marido.

Cuando Mr. Shi (Henry O), el padre de Yilan (Faye Yu), un “ingeniero aeronáutico” ya jubilado, educado en la China de la Revolución Cultural, llega a los Estados Unidos a reencontrarse con su hija después de muchos años, el juego de los gestos culturales, en la sala de espera del aeropuerto, se repite con la belleza de un poema cercano al silencio; casi mudo. Apenas unas breves palabras; un cruce de miradas que esconden la mirada; eso es todo. A partir de este momento la historia se va desarrollando en un conjunto de diálogos que transmite toda la intensidad emocional de un desencuentro; un desencuentro generacional, vital y cultural; un desencuentro que hace del lenguaje la imagen de la incomunicación a la que deben enfrentarse los personajes. Dos personajes que son, el uno para el otro, dos auténticos extraños.

Yilan, divorciada de su marido chino, mantiene una relación amorosa con un ciudadano ruso; pero esa relación tampoco tiene futuro: los “mil años de oración” son la metáfora que ella utiliza para justificar lo evidente. Mr. Shi, por su parte, mantiene curiosas conversaciones con una mujer iraní (“el comunismo no es malo –intenta explicarle-, sólo está en malas manos”); o con dos mormones despistados; y va anotando en su libreta palabras en inglés de todas sus experiencias y de toda novedad o descubrimiento. Pero, en casa, con su hija, en el idioma que ambos comparten, el diálogo es casi imposible. “Hablas poco –le dice Mr. Shi a Yilan; eso demuestra que eres infeliz”. Y Yilan reconocerá, en un momento de la historia, que el hecho de hablar en inglés la ha liberado: “Si te educan en una lengua que jamás se utiliza para expresar sentimientos, te será fácil adoptar otra y hablar más en ella. Te convertirá en una persona distinta”. Cambiar de idioma significa aquí, de alguna manera, cambiar de mundo. “Los límites del lenguaje –escribió Wittgenstein-, significan los límites de mi mundo”.

Mil años de oración pasa como una breve caricia, como un suspiro, porque el tiempo de la vida, del mundo, no es, exactamente, el tiempo cinematográfico. Wayne Wang nos cuenta la historia de dos seres condenados al secreto, a la costumbre, al lenguaje, al pasado; las claves de un desencuentro.

LA SEGURIDAD ES UN PERFUME

LA SEGURIDAD ES UN PERFUME

Me encuentro con el poeta de nuevo. Me encuentro con él en la calle, en los andenes del metro, en los transbordos, en las avenidas vacías, en los bares de copas, en los jardines de invierno. Y constato que ha pasado el tiempo, mucho tiempo, pero me sigue pareciendo familiar su compañía. A veces (ahora también, pero sobre todo hace muchos años) me gustaba pensar que nos unía algo la tierra, la tierra hecha palabra, a pesar de la distancia de los años, de la experiencia, y a pesar de que él era un poeta (escribía poemas) y yo sólo acudía (acompañaba) a esos poemas. Entonces, como ahora, me gustaba pensar en esa tierra. ¡Villarino de los Aires no quedaba tan lejos de Vitigudino! Y esa vieja fotografía de 1944, rescatada de la Librería Vieja de Valdepares, La Habana, que ilustraba mi viejo ejemplar de Ardicia (su Antología Poética editada en Cátedra), me traía a la cabeza los aromas y sabores que luego, según pasaban los días, me iban descubriendo sus poemas: candil, castilla, garbanzo, cántaro... Y, luego, más tarde, cuando llegaba la mortaja y la tierra se hacía de cemento, de lágrima, ciudad o letra urbana, de música, de ruido o de sucesos, tampoco me dejaba en la estacada (los poemas, como siempre, eran signos), tampoco me dejaba su palabra. José Miguel Ullán, entonces (Maniluvios), me contaba la historia de un poeta, cuando yo disfrutaba mucho escuchando extraordinarias historias de poetas, cuando todo alrededor era poesía: “Era un poeta joven, apenas conocido./Tenía ante sus labios/el verde edén, añiles barcas, grises/cuchillos libres, nubes jaldas,/castos/huesos sin fiebre, la embaiadora liria/de mil manzanas redentoras,/ágape/con agujeros del destierro, un cáliz/para brindar por otro cielo/y plumas/donde el eclipse se detuvo.../Entonces,/desde su edad y su terror,/arpando,/vino al misterio/y apagó las velas”. Aunque, curiosamente, recuerdo ahora, era un poema de otro libro, precisamente de Mortaja, el que yo leía constantemente, muchas veces, y el que he seguido leyendo una y mil veces desde entonces, sin saber bien porqué, sin acabar de entenderlo. “La seguridad es un perfume”, escribía Ullán al principio de Un perfume en Kornplatz; y explicaba: “Yo no fui una persona seria, a mi vez; pero me había vuelto ya lo bastante práctico como para ser definitivamente un cobarde. Quizás, a causa de esta actitud, daba yo la impresión de una calma perfecta”. Un perfume en Kornplatz era exilio, emigración, amor, destierro, era España, una España desgarrada, profunda, desde un país extranjero, y era tantas cosas a la vez que yo me veía atraído por el carrusel de esos versos como un deseo joven imantado por un genio. Ahora, cuando vuelvo a releer aquel poema, todavía me da vida y me hace daño: “Ya no sé ni llorar. Maruja, acaso/sepas de odio/del perfume amargo/que tanto amé, que pudo ser, que fuiste,/y fue ceniza./Pudo ocurrirme sin zarpar. Y pudo/tener lugar en Copenhague o Roma./Pamplina, a fin de cuentas, la diana./La fábula, la misma. No te olvido./No sé por qué. Kornplatz./Hacer un nudo corredizo y ya”.

Hoy mismo, mientras paseo por la sala del Círculo de Lectores donde se acaba de presentar su poesía reunida (Ondulaciones, 1968-2007), me acuerdo de todo aquello y me parece que, sin exagerar apenas, ha pasado un siglo. En las paredes de la sala, junto a una cita de Julio Cortázar, José Miguel Ullán ha colgado unos pequeños grabados que él mismo ha bautizado como Agrafismos. “Son esos garabatos –explica Ullán- que voy haciendo cuando las palabras no llegan”. A mí, recuerdo ahora, leyendo a Ullán, nunca me faltaron las palabras; siempre sabía bien dónde encontrarlas. Y así, con la ayuda del poeta, yo construía mi pequeña casa de sueños, mi humilde cabaña de versos, mi frágil e imposible Mínima poemática: “Sólo hemos heredado la noche y el día, el nicho de vino en el que dejamos la frente,/y tenemos hijos de la tierra que escriben/versos analfabetos”. Me lo contaba un viejo emigrante salmantino, a un paso de la frontera con Portugal, en una noche asfixiante de agosto. Él fumaba, uno tras otro, negros Ducados. Y yo tomaba nota, como un niño que era, porque siempre estaba atento a las palabras. Cuando la palabra no llega uno puede dibujar sus propios Agrafismos o puede esperar, pacientemente, la llegada de la palabra. “No podemos desentendernos –advierte José Miguel Ullán- de lo mucho que nunca acaba de dejarse decir”. Y es que el sonido de esa ausencia, silencioso, es una voz que machaca.

AL OTRO LADO

AL OTRO LADO

Al otro lado (Auf der anderen seite) está la clave de tu extrañamiento. Al otro lado y en ti mismo, en esa materia compleja que hace de ti la cultura, en ese límite extraño que interrumpe tu camino, en ese enigma impreciso que va fabricando el destino. Así, sucede que te buscas a menudo, que anhelas tu oculta presencia o que buscas algo tuyo que has perdido; pero se hace imposible el encuentro. Todo pasa tan cercano, a tu lado, que parece pudieras rozarlo; pero siempre se acaba alejando, apartando, extraviando. Y nadie conoce el secreto de ese vagar ignorando, negando, explorando, cuando nada se nos muestra en el momento preciso, cuando todo se oscurece en la mirada, cuando todo se mueve sin sentido. En el film de Fatih Akin, Ali busca a Yeter, Nejat busca a Ayten, y Susanne busca a Lotte. El primero, un turco viejo afincado en Alemania, porque espera aliviar su soledad contratando en exclusiva los servicios de una prostituta turca. Nejat (Tunçel Kurtiz), porque adquiere, sin buscarlo, un compromiso imprevisto (algo de lo que no es responsable) y espera pagar esa deuda en el encuentro con Ayten. Y Susanne (Ana Schygulla) porque debe asumir lo perdido (lo que sabe ya ha escapado de su sitio) y porque ello es idéntico a sí misma, es su extensión en el tiempo, es persistencia y fortuna. Y porque debe proseguir con un deseo que justifique, al fin, una muerte, aunque ésta es ausencia y es tragedia, aunque ésta signifique, entre todas las muestras posibles, el dolor, la locura, el abismo. Y todos parecen buscarse en un laberinto imposible, en una carrera de obstáculos, en algún momento de esta historia. Los caminos se cruzan y entrecruzan de Turquía a Alemania, de Estambul a Berlín, de Berlín a Estambul, y de Alemania a Turquía. Pero nada facilita los encuentros, todos caminan perdidos como si el alma de un misterio impidiera a los cuerpos encontrarse, como si una mano oscura estuviera moviendo los hilos. Aunque la historia de Akin poco tiene que ver con una historia de lindes, de fronteras oficiales o del juego institucional de la geopolítica. Aparecen también en la pantalla (los convenios, las cárceles; la Unión Europea, las deportaciones); son parte de la acción e inexcusables. Pero a Akin le interesan más las personas (los outsiders, las prostitutas; los homosexuales, los negros, los indígenas; los parados, los borrachos, los noctámbulos; los sin techo o sin papeles; los sin nada), le interesan los seres humanos, atender a las vidas ajenas. Y estas vidas siempre habitan, temporales y extranjeras, permanentemente en tránsito. ¿Qué les importan los medios, los contornos, las fronteras? Con Akin estamos más cerca de una geopoética humana que de una simplificación geopolítica. Los condicionamientos culturales son importantes y salen a la luz a veces; el ambiente también es importante; pero lo más importante, siempre, son las personas, las relaciones humanas. Se podría dibujar un mapa de la vieja Europa y otro mapa de Asia, delimitar geográficamente, y hacer inteligibles los espacios; pero no serviría de nada. Como explicaba recientemente Ana de Diego (Contra el mapa. Disturbios en la geografía colonial de Occidente, Editorial Siruela), “Nos hacen creer que el mundo es abarcable. El que controla el mapa tiene el poder, y a la vez todo lo que contiene es un misterio”. Sin embargo, entre Alemania y Turquía, entre Turquía y Alemania, Fatih Akin (Hamburgo, 1973) va construyendo su propia geografía metafísica, entendiendo aquí “metafísica” (La banalidad, José Luis Pardo) como ese espacio del genero conocido como “geografía fantástica” o, como ya comentaba al principio, como esa zona inabarcable que se puede designar geopoética. “Grandes creaciones de este genero –nos recuerda Pardo en su libro- fueron, por ejemplo, la Grecia arcaica de Hölderlin o Nietzsche, el Combray de Proust, la España profunda del topos de la Europa de los dos últimos siglos o los campos atormentados de Van Gogh”. Y, en Fatih Akin, ese lugar impreciso, esa zona alborotada de donde nacen sus historias, es una imagen borrosa que él denomina “Liebe, tod und teufel”; es decir: el amor, el mal y la muerte. El mal porque siempre está presente en el camino, porque aterra e intimida: el poder, la ignorancia, el racismo. El amor porque el amor lo es todo, nuestra última y única esperanza: paciencia, tolerancia, entrega. Y, la muerte, intermediaria y fronteriza, porque es signo, inexorable, del destino. La muerte aquí no como fin de una historia, sino mudanza y ruptura; la muerte que viaja en la pantalla, al otro lado, de un lado a otro. Y la muerte que se ha muerto ahora en tu vida: un cuerpo muerto o un recuerdo, un ser que muere o un tiempo. Ahora, en el film de Fatih Akin, como una imagen que amenaza, al otro lado; ahora amenazante en la pantalla. Y, de la muerte, siempre, vuelve a nacer la vida.

FILOSOFÍA DEL VÍNCULO

FILOSOFÍA DEL VÍNCULO

Es algo más que un pretexto, que una fe inquebrantable, que un vínculo extremo o que un simple lazo. Intento dibujar mi situación en el mapa y no me resulta fácil. Camino por las calles de la ciudad sin un rumbo fijo y los bosques de cristal y de cemento se cierran en lo alto, como un nudo ciego o un manto metafórico, como un esquinazo muerto que niega la vida y la luz de los astros. Siendo como son las cosas es la vieja metáfora de siempre: el frasco de vidrio transparente de donde nunca se escapa la mosca. Y es el viejo caminante de siempre, algo más viejo, algo más cansado, explorando el exterior desorientado. Ahora observa todo con ojos cinematográficos (si es que esto aún es posible); plano/secuencia. Y de un tiempo a esta parte monta y desmonta las imágenes en cierto lugar de su cerebro, muy adentro, ordenando una copia imaginaria que registra los cuerpos y los hechos. Hay están los decorados, las versiones, los personajes; los deseos y las motivaciones. Y hay están las copias de las copias, producto del montaje, en una serie incompleta que se inventa como un documento más en las ficciones del engaño. “Yo ya no tengo esperanza –escribió Jean-Luc Godard-, los ciegos hablan de una salida: yo veo”.

¿Hablar, o escribir para nadie, ocultando la verdad de la palabra? ¿Mirar hacia adonde? ¿Mirar a qué cosa? Como representación de mi ciudad he elegido al azar una imagen de La Gran Vía; la fotografía es de Nuria Rubio Domingo y, como ella misma dice, parece uno de los lienzos hiperrealistas del pintor Antonio López. Pero Madrid también disfruta de otras muchas representaciones espectaculares y verdaderamente impactantes. Obras que arañan cielos y tierra elevándose como la doble afirmación de este diagnóstico: “Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción –escribe Guy Debord al principio de su diagnóstico- se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación”. Aunque, mientras miro con ojos cinematográficos (si es que esto es aún posible), mientras camino y escribo esto por las calles espectaculares de la ciudad, el arquitecto premiado, Jean Nouvel, en este caso, reconocido por las instituciones públicas y privadas, aplaudido por el público y aclamado por el éxito, crea su propio objeto inexpugnable, espectacular y compacto, convencido de que su obra está justificada por este concepto impreciso: “No quiero hacer el edificio más bonito –afirma Nouvel-, sino el lugar más hermoso”. Y es aquí donde aparece el pretexto (que no la fe inquebrantable), exterior, intenso, desmontable, en la figura de un pariente lejano, en la forma de un trasunto literario de ese vínculo extremo o de ese lazo; y es aquí donde se quiebran los cimientos. Roithamer, ahora, el personaje de Thomas Bernhard, el hombre entregado a la tarea de planear y construir un cono en el centro geométrico exacto del bosque de Kobernauss, desafiando las leyes de la construcción tradicional y buscando como única justificación de su tarea la “felicidad suprema”, tiene algo que contarnos y toma la palabra; y esto es lo que puede escucharse justo en el centro de una ciudad que estalla; esto es lo que sabemos (Corrección se titula la novela) del sabio Roithamer:

“Detestaba los términos arquitecto o arquitectura, y nunca decía “arquitecto” o “arquitectura”, y cada vez que yo decía esas palabras o que alguien pronunciaba las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, el replicaba inmediatamente que no podía escuchar las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, que aquellas dos palabras no eran sino deformidades verbales, abortos que un ser pensante no se permitiría utilizar y yo, por otra parte, jamás lo hacía en su presencia, incluso en cualquier otra parte después ya no usaba las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, Höller también se había acostumbrado a no utilizar las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, decíamos siempre “construcción” o bien “arte de la construcción”; que el término “construir” era uno de los más bellos que existen lo sabíamos desde que Roithamer había hablado sobre este tema...”

En el fondo, detrás de Roithamer está la sombra del pretexto (se dice que Wittgenstein –recuerda Jean-Pierre Cometti, en El gesto del arquitecto- figuró durante un tiempo en la guía telefónica vienesa bajo este título: profesión, ¡arquitecto!); y éste, a pesar de sus temores (o quizá por ellos) y a pesar de sus terribles tormentos, siempre buscó la “felicidad suprema” (en su concepción de la ética; en su visión de la estética; en su relación con la experiencia religiosa) y la luz blanca de la paz suprema; por encima de todas las cosas. Caminando por la ciudad se vive el tiempo complejo de todos los tiempos. Y, de la misma manera en que uno vive angustiado por la mezcla, en este mestizaje facetado, diseñado, según una clave secreta, esta correspondencia evidente ataca con saña a órganos vitales e importantes. La contradicción, entonces, siempre es constante, solidaria, espectacular y contradictoria. La filosofía del vínculo es tan sólo filosofía. Y toda filosofía arrastra, como un peso tenaz e imperceptible, su propia jerarquía de objeciones. Mario Bunge opina que Martin Heidegger era un esquizofrénico. Santiago Auserón, por su parte, ha pasado unos días en un balneario. Y Clément Rosset, mientras tanto, comenta que la propia identidad ya no tiene ninguna importancia; al menos desde el punto de vista de la biología (para la moral y para el derecho, sin embargo, continúa siendo básica la ficción de un yo responsable, no sólo de sus actos sino también del conjunto de todas sus intenciones).

La filosofía del vínculo aspira a la felicidad disolviendo en una nube todo el aliento nocivo de un deseo. Y es aquí donde entran las prisas. Françoise Truffaut recuerda, en uno de sus artículos recogidos en El placer de la mirada, una frase que se escucha en La regla del juego, la vieja película de Jean Renoir: “Estamos aquí para cazar, buen Dios, no para escribir nuestras memorias”. Pero, ¿cómo encarar la vida, la caza, el juego, según todo esto, si sólo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo podré independizarme de él y, en cierto sentido, dominarlo? ¿Qué puedo hacer con un problema, subjetivamente hablando, si la solución al mismo sólo está en llevar el tipo de vida que haga desaparecer lo problemático? ¿Qué puedo hacer con el mundo cuando, epistemológicamente, éste es ya un mundo acabado, un mundo completo? ¿Y qué hacer con uno mismo cuando el ideal posible es una cierta indiferencia, un templo que sirva de contorno a las pasiones, pero sin mezclarse nunca con ellas? Aun así, la sombra del pretexto tiene dudas: el yo –reconoce-, el yo es lo más profundamente misterioso. ¿Y qué consigo yo siguiendo al pie de la letra los consejos y las recomendaciones del vínculo? Al parecer, sugiere el pretexto, “no perderme a mí mismo”. Y, Manuel Cruz, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, que es el responsable de la interesantísima introducción a la Conferencia sobre ética (Editorial Paidós) de Ludwig Wittgenstein (¡he aquí el vínculo; he aquí el pretexto; sólo de esto, de ética, trata este texto!), añade: “Se pierde aquel que no acepta entregarse enteramente a su destino –el que persigue vanos propósitos y el que vive atenazado por el miedo”. Y, más adelante, concluye: “El siglo será wittgensteiniano, si conseguimos olvidar a Wittgenstein”.

Y, claro está, llegados a este punto, vuelven de nuevo las prisas. ¿Tendré que subir a lo más alto, hasta el pico del cono de Roithamer, o hasta la cumbre de la Torre Agbar, encaramarme sobre ella, y desde allí victorioso, superadas todas las proposiciones, rebasados los conceptos, vencidos el deseo y los temores, y una vez archivadas las imágenes, la veracidad subjetiva inherente a todas ellas, alzarme al final con fuerza, mirarme cara a cara en el espejo, salir a pasear de nuevo, y arrojar lejos de mí esta escalera?

EN EL VALLE DE ELAH

EN EL VALLE DE ELAH

Cuéntale un cuento a un niño, a la inocencia despierta de un niño, un cuento hermoso, para que venza al miedo, y sueñe con los angelitos, y pueda conciliar el sueño. Cuéntale un hermoso cuento. Ese, por ejemplo, que sucede en el valle de Elah, un cuento muy antiguo, que transcurre en un lugar perdido entre el polvo indolente de todos los desiertos, entre otros lugares perdidos; un cuento para poder mirar al monstruo, cara a cara, y salir victorioso. O, al menos, para salir con vida de ese infierno, para aguantar la vida. Aunque, a pesar del esfuerzo, queden en el rostro las marcas imborrables del dolor verdadero y del verdadero sufrimiento. Aunque sólo sirva, mientras vivas, para lograr que el niño entrecierre algo menos esa puerta abierta. Y que la luz que penetre en la habitación a oscuras, en manos de la noche, en esa habitación que es la habitación de la comunidad y la habitación de la inocencia, desde el exterior inmenso donde los hombres y las bestias se confunden, esa luz que ahuyenta los miedos infantiles, sea limpia y sea pura; sea justa. Eso es, al menos, lo que intenta Hank Deerfield (Tommy Lee Jones), militar retirado y ex combatiente del Vietnam, en una escena de la última película, En el valle de Elah, del director canadiense Paul Haggis (Crash, Million Dollar Baby, etc). En el cuento, como todos sabemos, Goliat, un guerrero de casi tres metros, con un casco de bronce, y revestido con una imponente armadura, al frente de los filisteos, es derrotado por el pequeño David, un niño apenas, que se dispuso a enfrentarse con el monstruo valiéndose tan sólo de una pequeña honda y pertrechado únicamente con cinco pequeñas piedras. El enviado del Rey Saúl, al frente del ejército de Israel, esperó a que el gigante estuviera lo más cerca posible. Y una piedra lanzada por la mano certera del niño fue a incrustarse en mitad de la frente de la bestia, acabando con su vida. Estas son las historias que dan sentido a la vida de un hombre religioso como Hank Deerfield, un hombre que ve alteradas sus convicciones más profundas cuando asiste, impotente, a la desaparición de su hijo. Hasta ese justo momento, todos los valores de Hank Deerfield están a resguardo, en un mundo cotidiano donde todo parece encajar según el modelo previsto. Sin embargo, el cuento que nos narra Paul Haggis (la desaparición y posterior asesinato del hijo, Mike Deerfield (Jonathan Tucker), recién llegado del frente irakí), hará que todos los viejos valores y el viejo sentido de la vida de un hombre ya viejo se resquebrajen y quiebren. Las cosas, entenderá Hank Deerfield, ya no son lo que parecen. Y, si Vietnam fue su particular versión del infierno, la versión del infierno que ha padecido su hijo Mike, es decir, el fuego del infierno en las aceras de Faluya, en las calles de Bagdad o de Basora, ha creado un monstruo de proporciones inconmensurables. El maltratado cerebro del soldado, de su hijo Mike, no ha resistido el verdadero rostro de la guerra, cara a cara. Y el propio Mike, y sus propios compañeros de aventura, se han convertido, a su regreso a casa, en extraños monstruos derrotados, destrozados física, psíquica y moralmente. La historia, el cuento que nos narra Paul Haggis, no es nueva; es la historia del regreso a casa de algo que ha cambiado para siempre, después de ver y de compartir la muerte. Pero la película de Haggis se agradece. La película de Haggis es verosímil porque las cifras de la muerte, los cientos de padres y de madres estadounidenses que han tenido que enfrentarse a la evidencia de la pérdida de un hijo, en circunstancias similares a las de Mike (no hay que olvidar que la historia de Haggis está basada en un hecho real que el propio Haggis rescató de un ejemplar del Playboy, en un artículo escrito por Mark Boal titulado “Muerte y Deshonor”), o en el propio campo de batalla, no engañan a nadie. Es la versión de una guerra absurda desde el lado norteamericano, pero también nos deja imaginar el dolor de las gentes irakíes, del otro lado de la muerte. Y es el dolor de una madre, Joan, interpretada por Susan Sarandon, que refleja, en la escena que transcurre en el tanatorio, en toda su crudeza, ante los restos seccionados y calcinados de su hijo, el dolor imposible de una madre. La película de Haggis, además, se enfrenta a otros cuentos que nos cuentan a diario porque siguen convencidos (algunos, además, muy cerca de nosotros) que seguimos siendo tan sólo unos niños indefensos e inocentes. El cuento del candidato republicano John McCain, por ejemplo, después de ver el film de Haggis, resulta mucho menos soportable. Al sexto año del comienzo de la guerra, con más de 4.000 muertos a cuestas, y con las noticias que a diario nos llegan desde Irak, al candidato MacCain no le importa lo que otros digan. EE.UU., dice MacCain, convencido, está ganando en Irak, y eso es lo que importa. Como Haggis, al parecer, no piensa como MacCain, o al menos gusta de poner en imágenes, en bellas imágenes, duras y complejas interrogantes para que, al menos, la mente trabaje, nos encontramos ante dos versiones contradictorias de una misma historia, o con una curiosa inversión de la historia que puede comprobarse, incluso, en el tratamiento del cartel publicitario que se puede contemplar en ciertos lugares de los EE.UU., y el que podemos contemplar en España o en el resto de Europa. En el cartel americano se oculta una parte importante de la verdad de la película; no así en el cartel europeo. Pueden ustedes, si así lo desean, jugar al viejo juego de las diferencias. En el cartel europeo sí se observa cómo la bandera de los EE.UU., el emblema máximo de una comunidad, el símbolo intocable de una superpotencia, está izada del revés en su mástil, porque esto significan las banderas cuando se solicita auxilio en casos de emergencia, cuando la comunidad (moral) está en peligro, cuando algo no marcha bien del todo, o no funciona correctamente. Y nada ni nadie parece querer, o poder, remediarlo. Y todos caminan ignorando el aviso. Y todos parecen mirar hacia otra parte.

FUNDAMENTOS

FUNDAMENTOS

Mínima poemática. Aunque, en este caso, como señala Salvatore Mangione (Salvo), en el parágrafo número 134 de su De la pintura (En el estilo de Wittgenstein), “Arriviamo quando la conversazione è giá cominciata”. Se trata, sin lugar a dudas, de una cuestión de Fundamentos, ese es el título del texto, unas cuantas líneas desorganizadas que encuentro escritas en un viejo papel reciclado, entre otros muchos papeles de clasificación imposible y de fecha dudosa; un texto que viene precedido por una cita de Platón: “Es el mundo mismo el que se da su propio alimento por su propia destrucción”; un texto que forma parte de mi propio Big Typescript autobiográfico y que sólo puede ser entendido como una muestra personal de mi propio “juego de lenguaje”, de mi propia “forma de vida”; un texto que no es verdadero ni falso, sino todo lo contrario; un texto resultado, en última instancia, de mi propio acuerdo y de mi propia concordancia. Fundamentos: “El cuerpo duele con una dulzura infinita./Algo se agita desde partículas elementales y campos de insatisfacción./Da igual la forma o la estructura de la imagen, la mancha del recuerdo,/los muertos que en la noche de los tiempos me contemplan extrañados./Cuesta tanto levantarse que uno querría volatilizarse en la nada./Volver a ese lugar definitivamente perdido./A ese lugar que reza: he querido ser tantos, sin éxito;/ahora quiero ser ninguno./Un no lugar del Mundo, de los hombres y las cosas./Ese lugar natal donde habitamos entre risas./Ese lugar común que abandonamos como idiotas”. Este texto, repito, no es verdadero ni falso; siguiendo con el juego, “en el estilo de Wittgenstein”, podríamos decir que estas palabras son los restos que forman el lecho rocoso del cauce por donde circulan mis propios juicios y mis propias certezas. Aunque hablar de un “no lugar del Mundo, de los hombres y las cosas” resulta insoportablemente irresponsable; estamos de acuerdo. Y cuando intento descifrar lo indescifrable (encontrar lo claro en lo oscuro, el sentido en el odioso sinsentido) me encuentro con que el diálogo, mi propio diálogo, la conversación que mantengo conmigo mismo, lleva ya mucho tiempo comenzado. Y entonces me asalta la pregunta esperada: ¿Tiene sentido hablar, o dialogar, o conversar consigo mismo de esta absurda manera? “Nuestra amnesia respecto a todo lo sucedido antes de nacer es total –escribe Mangione en el parágrafo número 111-. ‘Pero sabes que ha existido Julio Cesar’. Sí, pero yo me refería a lo sucedido a . ‘¿Pero tienes alguna razón para hablar así?’ –se pregunta Mangione en el centro del diálogo-. Tú sólo empiezas a jugar cuando has ‘nacido’ para ese juego. Sólo puedes decir algo como ‘antes de que naciera...’ cuando ya estás en el campo de juego –asegura Salvo-. Pero es curioso: ¿Qué tipo de ‘ser’ es aquel que es sin mí? ‘Puedes imaginarte el asunto como un jugador que permanece en el banquillo. El campo está ahí y también alguien que juega en él. Sabes que las cosas están así, pero tú no juegas. En un momento determinado, el entrenador te manda al campo de juego para sustituir a alguien y así empiezas a jugar”. Salvatore Mangione perteneció en la década de los 60 al grupo turinés del “Arte Povera”, así como a la variante italiana del Arte Conceptual. De la pintura (En el estilo de Wittgenstein), Editorial Pre-Textos, reúne, en forma de un diálogo constante consigo mismo y con el lector, sus reflexiones en torno a la pintura y a la historia occidental de su génesis y de sus fundamentos. Escrito en la década de los 80, estas reflexiones, no obstante, a pesar de las enormes mutaciones y transformaciones que desde entonces se han venido sucediendo en el mundo del Arte o de las artes, no han perdido su imprescindible vigencia. Es un método, el que sigue Mangione, el que aprendió de Wittgenstein, que siempre deja al lector la posibilidad de pensar por cuenta propia. Y esto ya desde el primer parágrafo: ¿Son los fundamentos –se pregunta Salvo-, también en el arte, infundamentados? Quizá, el estado actual de las artes sólo pueda ser observado, entendido y desvelado a partir de preguntas como ésta. Hijos del siglo XXI se acercan hasta el juego y se preguntan: ¿You Tube, Trascendencia, espectáculo, “democracia de masas”, metástasis, apocalípticos, integrados? Hoy me he acercado a la luminosidad de la pintura de Salvatore Mangione y a la viveza de sus reflexiones porque, como escribe Félix de Azúa en su prólogo a la edición italiana de su Diccionario de las artes: “En la gigantomaquia de la Luz contra las Tinieblas, el tópico quiere que los italianos estén del lado de la Luz”. Y es que las Tinieblas cansan.

ESTO NO ES MÚSICA

ESTO NO ES MÚSICA

En las historias que nos cuentan, en los cuentos fantásticos que nos narran para intentar explicar lo que fuimos o somos, lo que fueron o llegaron a ser aquellos que vivieron antes que nosotros, aquellas voces o nombres del tiempo que luego formaron parte inseparable de nuestra propia vida, de nuestra propia herencia, a veces nos encontramos o aparecemos, de algún modo, nosotros mismos, aunque la experiencia y el intervalo real del tiempo fueran distintos, aunque llegáramos hasta aquello algo más tarde (bien por cuestiones de edad o de situación geográfica, bien por torpezas del azar o de ordenación cronológica de la historia que nos narran y nos cuentan). También sucede entonces, a pesar de las corrientes, que tenemos la impresión de haber vivido algo muy parecido, casi idéntico, aunque cambie incluso la exactitud en las fechas: el momento preciso en que tuvimos noticia de ser al fin protagonistas o de estar a punto de ingresar en la zona ciega de la larga procesión de simulacros; aunque cambie del todo el decorado (los viejos compañeros de viaje) y cambien los distantes colores de la noche, el gusto alquitranado del tabaco. Aun así, en mi caso, salvando todas las distancias, la experiencia fue muy parecida a ésta: “En un atardecer de finales de invierno, estaba él sentado en uno de sus cafés-jukebox acreditados, marcando en los apuntes, con tanta fuerza como podía, lo que menos se le quedaba grabado... El box estaba funcionando, pero él, como siempre, esperaba los números que él mismo había apretado; sólo cuando sonaban estos estaba bien. De repente, después de la pausa para cambiar de disco, junto con los ruidos de esta pausa, como si perteneciera a la esencia misma del jukebox, desde lo profundo sonó una música con la que él, por primera vez en su vida, y luego sólo en los momentos del amor, experimentó lo que en la jerga se llama ‘levitación’, y que él mismo, más de un cuarto de siglo después, llamaría, ¿cómo? ‘¿ascensión?’, ‘¿deslimitación?’, ‘¿mundialización?’. ¿O así: ‘Esto –esta canción, este sonido- soy yo ahora; con estas palabras, estas armonías, yo, como nunca en la vida, he llegado a ser el que soy; como este canto, así soy yo, ¡del todo!’? (Como de costumbre, había un giro para esto, pero como de costumbre, no correspondía del todo: ‘Él se disolvía en la música’). Sin querer saber por el momento quién era el grupo, cuyas voces, sostenidas por guitarras, rugían, igualmente aisladas, mezclándose unas con otras y al fin al unísono –en los jukebox hasta ahora había preferido los cantantes solistas-, él simplemente se asombró... Pero luego, cuando él, oyendo la radio, que era algo que cada vez hacía menos, supo cómo se llamaba el coro de las desvergonzadas lenguas de ángeles que atronando, como quien no quiere la cosa, con sus I want to hold your hand, Love me do, Roll over Beethoven, le quitaban todo el peso del mundo, fueron éstos los primeros discos, digamos ‘no serios’ que él se compró (en lo sucesivo casi sólo se compró discos de éstos)”. José Luis Pardo cita a Peter Handke (Ensayo sobre el jukebox) para explicar este descubrimiento. (Y, entonces, allí, y en todas partes, se oía con potencia el grito alborotado de la alta cultura, de la cultura aristocrática, de la figura paterna: ¡Esto no es música!) Aunque, precisamente, Esto no es música (Introducción al malestar en la cultura de masas), no trata exclusivamente de esta clase de descubrimientos. Esto no es música no es un libro de filosofía de la música, sino más bien un viaje a través del tiempo que intenta establecer un puente de reflexión entre el devenir del Estado del Bienestar (sus precursores, visiones, y antecedentes) del proyecto democrático y el Estado del Malestar vigente que nos ocupa ahora. Todo ello, a partir de cierta desjerarquización (popular/culto, alto/bajo; Poe, Huxley o Wells, Marx o Einstein, al lado de Mae West, del boxeador Sonny Liston, de Marilyn Monroe, Stan Laurel y Oliver Hardy) que Pardo parece observar en el diverso conglomerado de personajes que se dan cita, como un solo cuerpo, en la famosa portada del Sgt. Pepper’s de los Beatles. Esta es una historia poblada de fantasmas, zonas ciegas, de oscuros simulacros y cavernas. Y es la historia imposible de un viento que anunciaba en un principio: “los tiempos están cambiando” (mucho antes incluso de que Bob Dylan lo anunciara) y que acaba con un Superman adolescente (porque todo se ha tornado del revés, de la acción a la producción, de derecha a izquierda, de cerca a lejos, y ahora somos todos, incluidos los superhéroes, mucho más pequeños, vulnerables, frágiles e indefensos) exhibiendo sus poderes microscópicos en las calles polvorientas de Smallville, mientras Bataille, Foucault, Deleuze y Güattari componen sinfonías inquietantes y malditas, más allá del mal y del bien, y todos intentamos digerir del mejor modo posible la compleja y divertida inversión del platonismo, al mismo tiempo que Luthor, el inefable Lex Luthor, se hace con todas las acciones y con todos los poderes (ya no compra el Estado: lo vende) y con toda la engañosa ilusión del espectáculo. “El malestar de hoy –afirma Pardo-, el de la identidad a la que uno se agarra cuando ya no queda nada, tiene sus raíces inmediatas en la erosión de las estructuras del estado social de derecho (o del bienestar), pero en el fondo es un dolor más complejo y profundo que me obligaba a hurgar en la historia de la cultura de masas”. ¿Y dónde se rompe el hilo argumental que, como una conexión entre dos sonidos, relaciona el antes y el después de toda esta historia? Hoy podría aludir, como en otras ocasiones, a los silencios musicales de John Cage, al sonido inexplicable del silencio, y dejar de nuevo esta pregunta sin su esperada respuesta; pero quizá esta respuesta pueda articularse, entre otras variantes posibles, a través del mito y la metáfora. La respuesta, sin duda, estaba en el viento (o eso, al menos, anunciaba Dylan); y pudo estar también en la temible presencia de Jack el Relámpago y su nutrido grupo de ángeles del infierno (Hell’s angels), en las afueras de San Francisco, California, ajustando nuevas notas musicales con una fuerza imprevista, imponiendo con su empuje reglas novedosas en el juego, sin que nadie pareciese sorprendido, derramando en los suburbios del destino sus más hermosas baladas criminales. En enero de 1969 –cuenta Pardo en su libro-, cuando los Beatles estaban ya cerrando sus puertas, un grupo nuevo, los Doors, sacó al mercado su primer álbum, en el que Jim Morrison cantaba una lúgubre y enigmática canción titulada The end, “Fin”: “Éste es el fin,/mi hermoso amigo, el fin,/mi único amigo, el fin/de nuestros cuidadosos planes, el fin/de todo lo sólido, el fin/sin seguridad ni sorpresa, el fin,/nunca más volveré a ver tus ojos”. Cuando los Beatles, por aquellas fechas, grabaron Let it be, los Stones respondieron con un amenazante Let it bleed, es decir: Que corra la sangre. (El malvado Luthor, Lex Luthor, aún anda bailando –vietnamizando Vietnam, afganistanizando Afganistán, irakizando Irak- una danza voraz e insoportable). Algunos olvidan con frecuencia que, en pura lógica, se debe responder que asesinato y rebelión son contradictorios. O, dicho de otro modo: que quien siembra vientos, se dice, determinados vientos, acaba recogiendo tempestades. Y es que, a veces, se diga lo que se diga, se haga como se haga, ya se sabe: resulta francamente peligroso profesar “simpatía por el diablo”.